Ayer fui al cajero a sacar unas mandarinas, era esa
hora del día en que la noche comienza a asomarse con alguna timidez, y lo único
que obtuve fueron unas naranjas viejas y arrugadas, tan sin jugo que daban un
poco de pena. Ese domingo me quedé sin postre. Y no sólo yo, todos (yo
distraída) en casa cenamos con la sonrisa de la espera y después, después nada,
un rato más de tele y a la cama sin. Los feriados, los días no
laborables, a veces tienen ese aroma a medialuna de otro en la más hambrienta y
propia mañana, esa tibieza de arrumaco ajeno, como si querer alcanzar alguna
pequeña gloria sin darnos cuenta fuera imposible desde el vamos, como si esa
pieza de museo fuese un hueso de otro perro.
Con un domingo sin postre, por lo general, la semana
empieza mal. El sol aunque radiante se esconde y uno va emperifollado con las
mil hojas del abrigo del otoño en el transporte público o en su propio
vehículo, tal vez a pedal. El trabajo siempre queda lejos: conocí una
colega que tardaba un año en caminar la cuadra que iba desde su casa a la
escuela en que ejercíamos no sé qué ideal. Entonces, para ella, cada día era un
año y pico y su año como siglos de caminar en parsimonia (banda de sonido
alunizante y profusa), y así llegaba, como por fuera de la ley de gravedad que
nos convoca a todos o a casi todos. En mis décadas diarias nos encontrábamos,
ella y yo, en algún recreo a tomar ese tan necesario cafecito de 15 minutos
entre el vocerío del resto de los compañeros y el griterío de los chicos que
venía desde el patio. Hasta que un día, o un año y puchín, no vino más,
se mudó para llegar más temprano y se perdió en el camino.
Yo sigo en la escuela que es otra de las esquinas que
atesoro como anclas de mi biografía, no porque todo en ella sea tornasol
o helio que acaricia los techos en su disfraz de redondez, no tampoco, porque
ame los 14 kilómetros
que distan entre esa ochava de La Paternal y la de mi encumbrado hogar en un
5to piso San Telmo, sino porque en el vaivén de un único claroscuro puedo ir
juntando para mí pequeñísimas glorias pasajeras que no por glorias dejan de ser
olvidables.
Hablando de ellas, una vez salí de la escuela con la
sonrisa de un joven puesta en mi rostro. Su gesto imberbe, con el
transparente contento de entender lo que nunca antes, para él, había sido
entendido, se tatuó en mi cara. Su sonrisa era la de haberse librado de un
chaleco de fuerza que había estado contorsionando su razón por los siglos
de los siglos de ese primer año de escuela secundaria. Y, con sus comisuras
alegres, no sé por qué, con la inocencia de la razón-cita de un joven de quien
puedo saber tanto o tan poco como quiera el azar, salí corriendo. Corrí y corrí
con esa apenas esbozada sonrisa en el eco de sumi recuerdo alojado en mis
mejillas, di unos zancos traslúcidos durante varias cuadras hasta llegar al
parque donde a veces almorzaba o pasaba mis horas libres y me comí en un rapto
de glotonería unas cuantas imágenes de jardines brotando de la niebla. Al rato
me sentí descompuesta o, más bien, me pensé empachada. Así se desencadenaron
las tres vueltas que di al perímetro del parque. En esa circunvalación
cuadrilátera entendí que todo era cuestión de sensaciones y que mi malestar se
había ido en forma de eructo al cielo, que en el cielo había un trío de palomas
que volaban, por fortuna, a la diestra, inconscientes de su vago quehacer o
espantadas por el ruido de aquella glotonería. Y sin darme cuenta, ahí mismo,
en el centro del parque al que había llegado no sé cómo, ebria de mí y del
mundo, salté tan alto que toqué la punta del mástilcentrodetantojocosoverde y
colgué de él una sonrisa ajena, tal vez la del niño que había entendido no sé
qué de tanto objeto gramatical. Y cuando caí mi cabeza se golpeó contra los
mosaicos de las sendas unidas de aquel recinto abierto al que conducían todos
esos caminos de mi pequeña roma, y en el impacto del golpe mi vientre se
ensanchó como una pelota de básquet de la que salieron disparados como fuegos
artificiales tres hermanos gemelos que nunca más encontré: uno que cantaba algo
sobre las sogas que saltan las niñas cuando usan todavía polleras tableadas y
medias tres cuartos, otro alardeando cánticos sobre una almohada gigante para
rebotar contra ella y levitar todos juntos a la hora de la siesta y, el último,
escandiendo versos sobre el olor de las mandarinas que queda en las manos
después de haber atravesado ese traje naranja que nos invita a la fiesta
cítrica de su desnudez, incluso cuando pensamos que estamos fuera de estación y
es, en verdad, o de a mentiritas, pleno otoño.
Menos mal, me dije, menos mal que existe la memoria
que nos quita las malas costumbres y entendemos que el postre es realmente otra
cosa.
(Epílogo:
Y ahora que entiendo el significado del postre, puedo
decir que, en el vaivén apurado que la semana me entrega como vendaval en mano,
están ocultos esos espías que se alojan tan disimuladamente en el sueño como en
todas las lunas de Valencia. Y que esos sueñolunas saben de repente a
aroma escondido en la memoria: como el puré de calabaza que pisaba la
abuela mientras cantaba algo en guaraní que ninguno de nosotros entendía aunque
todos entendíamos sin entender. Como un beso sorpresa que un mundo imposible
nos da en una esquina del barrio cuando todavía no sabemos nada del amor. O
acaso a modo de planeo en cámara lenta por sobre toda la geografía de nuestras
sospechas, incluyendo los altos de nuestro deseo y las mareas arremolinadas de
reflejos equívocos y no tanto.
No hay mal que por bien no venga, dicen. Y yo, no sé
por qué, tiendo a creer en esa voz anónima que dicta sentencias tales. Me gusta
la musiquita que llevan consigo, las imagino como cajas pequeñas donde una
bailarina desarropada desnuda sus movimientos para enceguecer al que la observe
y dejarlo ahí, en el silencio cándido de la contemplación. La veo sentándose en
una playa ruidosa que ella misma inventa para ser sirena y cantarle a los
hombres de los barcos el susurro de su diminuta voz que no intenta más que
acompañarlos por un rato en el trayecto de sus faenas marinas y mercantes.
Acompañarlos y desaparecer como un eco que se va sin despedirse, como el sabor
del membrillo que lentamente se despide de la boca dejándonos una tímida huella
azucarada. Nada de
encantamientos. Simple pasar de lo –casi- imperceptible.)
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