martes, 26 de julio de 2016

estaciones


Ayer fui al cajero a sacar unas mandarinas, era esa hora del día en que la noche comienza a asomarse con alguna timidez, y lo único que obtuve fueron unas naranjas viejas y arrugadas, tan sin jugo que daban un poco de pena. Ese domingo me quedé sin postre. Y no sólo yo, todos (yo distraída) en casa cenamos con la sonrisa de la espera y después, después nada, un rato más de tele y a la cama sin.  Los feriados, los días no laborables, a veces tienen ese aroma a medialuna de otro en la más hambrienta y propia mañana, esa tibieza de arrumaco ajeno, como si querer alcanzar alguna pequeña gloria sin darnos cuenta fuera imposible desde el vamos, como si esa pieza de museo fuese un hueso de otro perro.
Con un domingo sin postre, por lo general, la semana empieza mal. El sol aunque radiante se esconde y uno va emperifollado con las mil hojas del abrigo del otoño en el transporte público o en su propio vehículo, tal vez a pedal.  El trabajo siempre queda lejos: conocí una colega que tardaba un año en caminar la cuadra que iba desde su casa a la escuela en que ejercíamos no sé qué ideal. Entonces, para ella, cada día era un año y pico y su año como siglos de caminar en parsimonia (banda de sonido alunizante y profusa), y así llegaba, como por fuera de la ley de gravedad que nos convoca a todos o a casi todos. En mis décadas diarias nos encontrábamos, ella y yo, en algún recreo a tomar ese tan necesario cafecito de 15 minutos entre el vocerío del resto de los compañeros y el griterío de los chicos que venía desde el patio.  Hasta que un día, o un año y puchín, no vino más, se mudó para llegar más temprano y se perdió en el camino.
Yo sigo en la escuela que es otra de las esquinas que atesoro como anclas de mi biografía, no porque  todo en ella sea tornasol o helio que acaricia los techos en su disfraz de redondez, no tampoco, porque ame los 14 kilómetros que distan entre esa ochava de La Paternal y la de mi encumbrado hogar en un 5to piso San Telmo, sino porque en el vaivén de un único claroscuro puedo ir juntando para mí pequeñísimas glorias pasajeras que no por glorias dejan de ser olvidables.
Hablando de ellas, una vez salí de la escuela con la sonrisa de un  joven puesta en mi rostro.  Su gesto imberbe, con el transparente contento de entender lo que nunca antes, para él, había sido entendido, se tatuó en mi cara. Su sonrisa era la de haberse librado de un chaleco de fuerza  que había estado contorsionando su razón por los siglos de los siglos de ese primer año de escuela secundaria. Y, con sus comisuras alegres, no sé por qué, con la inocencia de la razón-cita de un joven de quien puedo saber tanto o tan poco como quiera el azar, salí corriendo. Corrí y corrí con esa apenas esbozada sonrisa en el eco de sumi recuerdo alojado en mis mejillas, di unos zancos traslúcidos durante varias cuadras hasta llegar al parque donde a veces almorzaba o pasaba mis horas libres y me comí en un rapto de glotonería unas cuantas imágenes de jardines brotando de la niebla. Al rato me sentí descompuesta o, más bien, me pensé empachada. Así se desencadenaron  las tres vueltas que di al perímetro del parque. En esa circunvalación cuadrilátera entendí que todo era cuestión de sensaciones y que mi malestar se había ido en forma de eructo al cielo, que en el cielo había un trío de palomas que volaban, por fortuna, a la diestra, inconscientes de su vago quehacer o espantadas por el ruido de aquella glotonería. Y sin darme cuenta, ahí mismo, en el centro del parque al que había llegado no sé cómo, ebria de mí y del mundo, salté tan alto que toqué la punta del mástilcentrodetantojocosoverde y colgué de él una sonrisa ajena, tal vez la del niño que había entendido no sé qué de tanto objeto gramatical. Y cuando caí mi cabeza se golpeó contra los mosaicos de las sendas unidas de aquel recinto abierto al que conducían todos esos caminos de mi pequeña roma, y en el impacto del golpe mi vientre se ensanchó como una pelota de básquet de la que salieron disparados como fuegos artificiales tres hermanos gemelos que nunca más encontré: uno que cantaba algo sobre las sogas que saltan las niñas cuando usan todavía polleras tableadas y medias tres cuartos, otro alardeando cánticos sobre una almohada gigante para rebotar contra ella y levitar todos juntos a la hora de la siesta y, el último, escandiendo versos  sobre el olor de las mandarinas que queda en las manos después de haber atravesado ese traje naranja que nos invita a la fiesta cítrica de su desnudez, incluso cuando pensamos que estamos fuera de estación y es, en verdad, o de a mentiritas, pleno otoño.
Menos mal, me dije, menos mal que existe la memoria que nos quita las malas costumbres y entendemos que el postre es realmente otra cosa.

(Epílogo:
Y ahora que entiendo el significado del postre, puedo decir que, en el vaivén apurado que la semana me entrega como vendaval en mano, están ocultos esos espías que se alojan tan disimuladamente en el sueño como en todas las lunas de Valencia. Y que esos sueñolunas saben de repente a  aroma escondido en la memoria: como el puré de calabaza que pisaba la abuela mientras cantaba algo en guaraní que ninguno de nosotros entendía aunque todos entendíamos sin entender. Como un beso sorpresa que un mundo imposible nos da en una esquina del barrio cuando todavía no sabemos nada del amor. O acaso a modo de planeo en cámara lenta por sobre toda la geografía de nuestras sospechas, incluyendo los altos de nuestro deseo y las mareas arremolinadas de reflejos equívocos y no tanto.
No hay mal que por bien no venga, dicen. Y yo, no sé por qué, tiendo a creer en esa voz anónima que dicta sentencias tales. Me gusta la musiquita que llevan consigo, las imagino como cajas pequeñas donde una bailarina desarropada desnuda sus movimientos para enceguecer al que la observe y dejarlo ahí, en el silencio cándido de la contemplación. La veo sentándose en una playa ruidosa que ella misma inventa para ser sirena y cantarle a los hombres de los barcos el susurro de su diminuta voz que no intenta más que acompañarlos por un rato en el trayecto de sus faenas marinas y mercantes. Acompañarlos y desaparecer como un eco que se va sin despedirse, como el sabor del membrillo que lentamente se despide de la boca dejándonos una tímida huella azucarada. Nada de encantamientos. Simple pasar de lo –casi- imperceptible.)



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