rodeada de
bienes se derrumba esta casa
Susana Thénon
hay que
empezar despacio
a deshacer el
mundo
Héroes del
Silencio
El cielo está
dentro de uno
Atahualpa
Mi biblioteca hizo un viajecito por tiempo
indeterminado. Si bien hace poco menos de dos meses todos los libros se vieron
obligados a instalarse en la pensión que para ellos es mi placard, vienen a
ser, de cierto, un inquilino que goza de algún sospechoso favoritismo, ya que su
habitante histórico, mis trapos, léase los harapos que se traducen en el
despropósito de mi vestimenta, quedaron relegados al lugarcito ínfimo que el
invasor ha decidido cederles sin demasiado ahínco que digamos. Con qué rapidez
viaja el discurso del inquilinato al colonialismo, no dejo de asombrarme con
esto de la treta incansable de la palabra. Y el viaje al ropero encuentra su
origen en un catastro que mi pequeña morada padeció un año ha, cuando todos los
caños que visten el suelo que piso en este dos ambientes de una esquina de
Boedo dijeron ‘basta, es hora del júbilo, treintaipico de años es demasiado
para cualquier cañería ’ y todos los vecinos de este coloso de cemento que
viven del quinto piso para abajo se encontraron con su hábitat cotidiano en
medio de una tormenta impredecible, de una inundación impresentable, de un
diluvio poco amable y ajeno a toda hospitalidad: el lado bueno, no fue mi casa
la víctima de las aguas despiadadas, que hubiesen hecho de mis libros una lágrima
de papel; el malo , sí fue mi covacha la
inocente víctima de un terremoto cuyas consecuencias perduran hasta hoy.
Albañil va, plomero viene, parquetista aparece, desaparece y vuelve a aparecer
cual David Copperfield, la cosa es que poder volver a pisar firme en mi cucha
se hizo largo, tanto como para que yo valorase algo que nunca pensé atesorar de
modo desmesurado, poder caminar por mi
casa sin tener que hacer ningún salto en largo, sin ninguna proeza atlética.
Los libros, para acá y para allá. Unos libros
que tienen tantas mudanzas como yo, y que no son pocas, están ahora
vacacionando en el placard. Y no, no es esta la primera vez que los pobres
(ahora del colonialismo a la marginalidad, valga lo perplejo del asunto) me han
acompañado en esto de ser la traumática inquilina de los espacios que han
tenido el coraje de darme asilo. No. Recuerdo aquel fatídico 2006, un gitaneo
constante por numerosos barrios de esta maldita ciudad y del Sur del Gran
Buenos Aires, origen y destino, la odisea fue algo así como un juego de la oca
para zonzos, con las siguientes paradas: Quilmes, Balvanera, San Cristóbal,
Once, Quilmes. Una ruina circular de regreso a casa de mis padres con el rabo
entre las patas, un perro que juega a morderse la cola, el viaje de mi suelo
hacia dónde no, hacia dónde nunca, la paradoja de volver por un poco de paz
hacia el lugar que había dejado atrás por exceso de guerra. Quizá tomarme el
129 me salía más barato y ahorraba unos cuantos pesos de flete y angustia. Lo
extraño es que en todo ese recorrido desquiciante la calma se hizo en el seno
del hospicio parental, paradójicamente todo aconteció con armonía durante el
par de meses que permanecí junto a mis dioses lares en una esquina de Bernal.
Quizá fue necesario volver con la frente marchita, para irme en paz,
reconciliada con mi historia, con mi árbol sanguíneo, en la balsa que me
rescató de mi naufragio y me llevó a otra orilla de mi independencia. Y no voy a recordar las peripecias al vacío
en que incurrí tras cada estación. Puedo
resumir los hechos en una pérdida de doble filo cuyo cómo no voy a detallar en
este momento: mi Primeras letras de
Octavio Paz y la obra completa de Borges que llevaba conmigo desde mis trece
años se fueron en el intento. Las cosas se pierden en las mudanzas dice, con
acierto, Perlongher. Esas fueron básicamente las dos puñaladas, las dos
nostalgias concretas que hoy conservo de mi (momentánea, esporádica, sanadora)
vuelta a Ítaca. Hubo otras también, inmateriales, intangibles, que están
grabadas en mi memoria ad aeternitas.
Así es que como Telémaco, volví, y Penélope y Odiseo me esperaban en casa para cebarme
unos mates, contarme el cuento que no me contaron cuando niña y callar con la
mirada el racconto de cada no y cada nunca de mi viaje equivocado en busca de
un hogar cuya fachada decía ‘casa’ con letras luminosas y terminó siendo un
orfanato andrajoso en el rincón más olvidado del universo. Sin embargo hay algo
de todo eso que se traduce en una única firmeza que me reservo para mi fuero
más íntimo, quizás uno de esos engaña-pichangas para tontos que colecciono con
devoción.
Y volviendo al presente, mis libros que han
habitado y deshabitado los sitios más inhóspitos en que unas páginas
encuadernadas puedan internarse a hibernar, hoy, después de mucho camino al
andar, están otra vez, en un estado de latencia, en el vilo del azar que no
sabe, que juega a imaginar. Y allí van a seguir por un tiempo, porque no estoy
dispuesta a seguir encontrando esos significados ocultos, esas otras historias
que ellos ni siquiera sospechan que llevan consigo, porque un libro cae y
adentro hay un boleto a Córdoba, un pétalo envejecido o el ticket que nos llevó
a la comunión colectiva de un Manu Chao, un Bunbury o un Charly subacuático,
tal vez a una victoria racinguista de museo. Porque otro libro cae justo en la
página que el subrayado indica otro no en
mi biografía. Porque detrás de él caen otros y otros que uno recordaba tan
distintos. Es como si con el tiempo esas historias adentro de esos libros
fueran cambiando de color, de paisajes, de idea. Y a cuento de todo esto
recuerdo ahora que hace días nomás, viendo con mis alumnos de primer año La historia sin fin II, a la que me
resistí por décadas por el mero hecho del II
como cierre del título, el viejo Koreander advierte al pequeño quijote que es Bastian sobre el incomparable peligro de
leer un libro otra vez. Dice Sabina en un tema que no debiéramos volver al
lugar en que hemos sido felices. Por eso entonces este dolerme en mis libros,
en verlos, en mirarlos, en sentir todo eso que no dicen en palabras y gritan en
un idioma incomprensible, por eso acaso estén ahora confinados al placard en el
que también duerme mi miedo, porque hasta el aroma y el color de las páginas
relatan en subjuntivo. También porque quizás en uno, dos, tres meses o un año
yo me vaya de esta esquina de Boedo a otra nueva quién sabe adónde, quién sabe
a qué ciudad o a qué país ahora que me enamoré de una isla que parece irreal
donde todo es poesía. De sueños vive el hombre, dicen. Por eso no quiero volver
a ordenar y reordenar mis libros, porque dicen cosas que todavía no quiero oír
(porque no creo en el orden, mi fe pasa por otras aristas que siempre resultan
inasibles). Porque debo pensar bien antes de elegir qué lugar va a ser mi casa.
Y porque el lenguaje que fue casa hoy es un exilio más.
Mientras tanto, los anaqueles, esperan vacíos
otro viaje de vuelta. Mi bioteca y mi librografía también. Casateniente no es una palabra posible en el
diccionario de mis días, en el de mis letras. Entonces, en la espera, en su
trasbordo, siempre irremediable, mis libros, los cuentos que la madre Literatura
me cuenta, tal vez aprendan, en compañía
de mis trapos, a hacerme de vestido o de abrigo en mi eterno inquilinato, en mi
interminable bitácora del destierro.