jueves, 28 de julio de 2016

captura sobre letra 2

de Trasbordos  (2012)

Imagen de Agustina Pagliaricci
me dedico a pulir las formas de estar lejos

                       como si olvidar existiese
                       como si fuese posible

les construyo un pedestal
y desde lo alto
                         miro el mundo bailar su conga

mi faena de borrar
                           uno por uno
             los lazos que me atan a quien sea
resulta imprecisa, de poca monta, roza lo ridículo


soy la fugitiva de mis pasos
                                          camino mi miedo
                                          lo desarmo
                                           lo escondo
                                          lo recito de memoria
                                       lo dejo en el placard
y a veces me grita, de noche, cuando duermo

las retiradas son las de la falta de méritos
         las del no estuvo a la altura

haciéndome la tonta cada tanto
fabrico miradores que me raptan del recuerdo
                             y mutilan los restos de lo desaparecido
que peligra este orden de cosas


migré a este lado del asunto
                        desarmadas las piernas de la pena

siento lo terrible de querer entender el universo                      dirá alguna virgen niña
en la nebulosa de sus sospechas
-sin responderle, concluyo en lo minúsculo del cosmos-


y tengo todo lo que perdí
guardo el misterio
me rindo a mi ocurrencia de crear          la guarida de lo poco y lo pequeño
donde no son los muertos              sino yo               la que descansa en paz

martes, 26 de julio de 2016

estaciones


Ayer fui al cajero a sacar unas mandarinas, era esa hora del día en que la noche comienza a asomarse con alguna timidez, y lo único que obtuve fueron unas naranjas viejas y arrugadas, tan sin jugo que daban un poco de pena. Ese domingo me quedé sin postre. Y no sólo yo, todos (yo distraída) en casa cenamos con la sonrisa de la espera y después, después nada, un rato más de tele y a la cama sin.  Los feriados, los días no laborables, a veces tienen ese aroma a medialuna de otro en la más hambrienta y propia mañana, esa tibieza de arrumaco ajeno, como si querer alcanzar alguna pequeña gloria sin darnos cuenta fuera imposible desde el vamos, como si esa pieza de museo fuese un hueso de otro perro.
Con un domingo sin postre, por lo general, la semana empieza mal. El sol aunque radiante se esconde y uno va emperifollado con las mil hojas del abrigo del otoño en el transporte público o en su propio vehículo, tal vez a pedal.  El trabajo siempre queda lejos: conocí una colega que tardaba un año en caminar la cuadra que iba desde su casa a la escuela en que ejercíamos no sé qué ideal. Entonces, para ella, cada día era un año y pico y su año como siglos de caminar en parsimonia (banda de sonido alunizante y profusa), y así llegaba, como por fuera de la ley de gravedad que nos convoca a todos o a casi todos. En mis décadas diarias nos encontrábamos, ella y yo, en algún recreo a tomar ese tan necesario cafecito de 15 minutos entre el vocerío del resto de los compañeros y el griterío de los chicos que venía desde el patio.  Hasta que un día, o un año y puchín, no vino más, se mudó para llegar más temprano y se perdió en el camino.
Yo sigo en la escuela que es otra de las esquinas que atesoro como anclas de mi biografía, no porque  todo en ella sea tornasol o helio que acaricia los techos en su disfraz de redondez, no tampoco, porque ame los 14 kilómetros que distan entre esa ochava de La Paternal y la de mi encumbrado hogar en un 5to piso San Telmo, sino porque en el vaivén de un único claroscuro puedo ir juntando para mí pequeñísimas glorias pasajeras que no por glorias dejan de ser olvidables.
Hablando de ellas, una vez salí de la escuela con la sonrisa de un  joven puesta en mi rostro.  Su gesto imberbe, con el transparente contento de entender lo que nunca antes, para él, había sido entendido, se tatuó en mi cara. Su sonrisa era la de haberse librado de un chaleco de fuerza  que había estado contorsionando su razón por los siglos de los siglos de ese primer año de escuela secundaria. Y, con sus comisuras alegres, no sé por qué, con la inocencia de la razón-cita de un joven de quien puedo saber tanto o tan poco como quiera el azar, salí corriendo. Corrí y corrí con esa apenas esbozada sonrisa en el eco de sumi recuerdo alojado en mis mejillas, di unos zancos traslúcidos durante varias cuadras hasta llegar al parque donde a veces almorzaba o pasaba mis horas libres y me comí en un rapto de glotonería unas cuantas imágenes de jardines brotando de la niebla. Al rato me sentí descompuesta o, más bien, me pensé empachada. Así se desencadenaron  las tres vueltas que di al perímetro del parque. En esa circunvalación cuadrilátera entendí que todo era cuestión de sensaciones y que mi malestar se había ido en forma de eructo al cielo, que en el cielo había un trío de palomas que volaban, por fortuna, a la diestra, inconscientes de su vago quehacer o espantadas por el ruido de aquella glotonería. Y sin darme cuenta, ahí mismo, en el centro del parque al que había llegado no sé cómo, ebria de mí y del mundo, salté tan alto que toqué la punta del mástilcentrodetantojocosoverde y colgué de él una sonrisa ajena, tal vez la del niño que había entendido no sé qué de tanto objeto gramatical. Y cuando caí mi cabeza se golpeó contra los mosaicos de las sendas unidas de aquel recinto abierto al que conducían todos esos caminos de mi pequeña roma, y en el impacto del golpe mi vientre se ensanchó como una pelota de básquet de la que salieron disparados como fuegos artificiales tres hermanos gemelos que nunca más encontré: uno que cantaba algo sobre las sogas que saltan las niñas cuando usan todavía polleras tableadas y medias tres cuartos, otro alardeando cánticos sobre una almohada gigante para rebotar contra ella y levitar todos juntos a la hora de la siesta y, el último, escandiendo versos  sobre el olor de las mandarinas que queda en las manos después de haber atravesado ese traje naranja que nos invita a la fiesta cítrica de su desnudez, incluso cuando pensamos que estamos fuera de estación y es, en verdad, o de a mentiritas, pleno otoño.
Menos mal, me dije, menos mal que existe la memoria que nos quita las malas costumbres y entendemos que el postre es realmente otra cosa.

(Epílogo:
Y ahora que entiendo el significado del postre, puedo decir que, en el vaivén apurado que la semana me entrega como vendaval en mano, están ocultos esos espías que se alojan tan disimuladamente en el sueño como en todas las lunas de Valencia. Y que esos sueñolunas saben de repente a  aroma escondido en la memoria: como el puré de calabaza que pisaba la abuela mientras cantaba algo en guaraní que ninguno de nosotros entendía aunque todos entendíamos sin entender. Como un beso sorpresa que un mundo imposible nos da en una esquina del barrio cuando todavía no sabemos nada del amor. O acaso a modo de planeo en cámara lenta por sobre toda la geografía de nuestras sospechas, incluyendo los altos de nuestro deseo y las mareas arremolinadas de reflejos equívocos y no tanto.
No hay mal que por bien no venga, dicen. Y yo, no sé por qué, tiendo a creer en esa voz anónima que dicta sentencias tales. Me gusta la musiquita que llevan consigo, las imagino como cajas pequeñas donde una bailarina desarropada desnuda sus movimientos para enceguecer al que la observe y dejarlo ahí, en el silencio cándido de la contemplación. La veo sentándose en una playa ruidosa que ella misma inventa para ser sirena y cantarle a los hombres de los barcos el susurro de su diminuta voz que no intenta más que acompañarlos por un rato en el trayecto de sus faenas marinas y mercantes. Acompañarlos y desaparecer como un eco que se va sin despedirse, como el sabor del membrillo que lentamente se despide de la boca dejándonos una tímida huella azucarada. Nada de encantamientos. Simple pasar de lo –casi- imperceptible.)



jueves, 21 de julio de 2016

captura sobre letra

foto de Julia Rovere


de
Trasbordos (2012)

mi pequeña porción de mundo se desarma
porque cree que cree

porque planta el abrigo de una esperanza en el patio de la casa

porque se conoce y sabe
que toda entrega a un plan injustificado


deshace los versos
los desvela
los lleva al otro lado del orbe y sus lenguajes




cañón

No puedo dar cuenta del momento en que empezamos a ser otras. Ocurrió, como todo lo realmente importante en la vida, por azar: al menos de eso comencé a convencerme hace un tiempo. La primera vez que la voluntad de lo fortuito me encontró con Paz yo todavía no tenía el autoconocimiento necesario como para entender que toda Guerra necesita, como cualquiera de nosotros, a su opuesto complementario de este mundo. Cuando nos reencontramos, años más tarde, y, otra vez, por casualidad, algo nos ensambló e hizo de nosotras un equipo que sabría acostumbrarse a la constancia del viaje. Algo, hablando del origen de nuestra primera persona que es acaso comunión y biografía, podría ser una materia de la carrera de letras, por un lado, y un recital del Indio Solari, por otro. Uno más Uno siempre da tres en este mundo.
Así de simple acontecen las cosas, no hablo de todo lo que habita el tiempo que nos encierra en sus hordas de minutos y segundos, no, hablo de aquello que sabe encontrar la calma y una modesta morada en la memoria.
Todos nuestros avatares del alejamiento nos parecieron pocos y breves. No sé en qué momento decidimos irnos tantas veces como el trabajo, el dinero y los feriados nos lo permitieran. No sé quién impulsaba a quién a ese estado de fuga constante, tal vez nos turnábamos. Lo que sí sé es que de toda nuestra bitácora de viaje hay un fragmento que es también todos los otros y que de él quizás proviene también todo lo que vendrá. En ese viaje las dos estábamos por hache o por be despojándonos de parte constitutiva de lo que habíamos sido. Puede que la encrucijada que nos tendió el destino proviniera de ese doble desarraigo.
El paisaje era árido como pocos, pura roca alrededor y la erosión de los siglos ahuecando el panorama. Se respiraba aquella tarde el ocre rojizo que anunciaba la proximidad de lo bárbaro o lo salvaje. No nos dimos cuenta en qué momento habíamos comenzado a ser perseguidas primero, asediadas, más tarde: la cosa es que un séquito de oficiales venía hacía kilómetros detrás nuestro. Nosotras, sin saber a ciencia cierta por qué, desde nuestra primera percepción de ese otro uniformado en nuestra proximidad, sin pensarlo demasiado, obedecimos instintivamente a nuestra voluntad de huir. Y así lo hicimos. Huimos, como en los sueños, del Otro que con algún motivo que nos era completamente ajeno custodiaba nuestra libertad para atraparla y amordazarla (siempre supimos que a muy poca gente en nuestros pagos le cae bien nuestra risotada de estruendo, tal vez los perseguidores no eran oriundos del lugar sino de nuestra tierra, tal vez en estos pagos todo funciona como en el nuestro, pensamos). Fueron kilómetros de andanza los que ocurrieron desde nuestra primera impresión hasta la confirmación de la misma. Pensamos que podíamos resultar sospechosas para aquellos gringos. Ninguna de las dos hablaba demasiado bien el inglés, de todos modos, tampoco se nos ocurrió preguntar ni aclarar nada. Lo cierto era que estábamos a miles de kilómetros de casa con plena conciencia de ser acosadas por la Ley y sin siquiera el atino de acercarnos a explicar que nosotras no éramos quienes ellos buscaban. Tratamos de comunicarnos con alguien de origen latino en alguna de nuestras paradas, no hubo caso, llamamos a casa, yo a mi hermano, ella a la pequeña Irving, nada. Lo intentamos, juro que intentamos escaparle a ese equívoco generado quién sabe cómo y por qué. Pero todo por algo pasa. Después de … días huyendo pasó lo que tenía que pasar, una docena de vehículos de la CIA nos encrucijó en las alturas del cañón, llenas de polvo y cansancio, nos miramos, con la intensidad de todo el sentido que puede encontrar el silencio. Fueron instantes nada más, los tipos estaban armados, yanquis tenían que ser, miré a Paz desde el side car de nuestro vehículo (a decir verdad, aunque pareciera lo contrario, siempre fue ella la que llevó las riendas) y asentí, y ese parsimonioso movimiento de mi marote fue decisivo, qué digo decisivo, fulminante: Paz en eterna complicidad con mi propia guerra, miró el abismo y apretó el acelerador).
Por ese acantilado de ese país del norte caímos una y mil veces y para siempre.            




sarah




En la osadía de querer encontrar un origen, en la de querer ver un punto inicial e imperceptible escondido en mi Universo venniano, encuentro una escena. Una mujer es acorralada por una máquina infernal con un propósito exclusivo:  ultimar la existencia de la mujer en cuestión de la faz de la tierra. Esta mujer resulta capaz de escapársele, primero, a esa máquina enviada desde el  año 2029,  y enfrentarla, después, oponérsele, convaleciente de heridas, hasta ser ella, Sarah, quien dé fin al monstruo mecánico y cibernético. Su único pecado para toda este infortunio de fugas y lides futuristas es haber enamorado a un hombre de otra era, haber hecho el amor con el porvenir, antes y después de la carne.
Sin embargo, me veo en la obligación de ser fiel al relato más que a mi propia nutrición imagínica. La vida de Sarah no fue siempre a los prosaicos tumbos epopéyicos. Hasta la llegada del cyborg al año 1984,  Sarah lleva un simple transcurrir en el smog cotidiano de California. Son ella y su circunstancia, con la que todavía no lidia. Pero todo orden suele terminar, todo organigrama de lo posible tiende a disolverse, y eso nos fragiliza, nos vuelve humanos, depende de la sensibilidad con que queramos mecer esa relación cambiante entre nosotros y el orden. Entonces, Sarah lleva una vida de mesera en Los Ángeles y la ciudad gris que la contiene no sabe mucho de ella como tampoco de otros, lo mínimo indispensable, a qué índice estadístico corresponde su perfil, a qué silicio, a nadie le importa. Sarah es una nadie más en la muchedumbre.
Y un día vienen a buscarla: el futuro y la máquina asesina.
Sarah no sabe en su vida de nadie lo que será capaz de hacer.
Entonces sobrevuela la noticia de varias otras también Sarahs y también Connors que han sido curiosamente asesinadas por un extraño de proporciones desmedidas, vestido de negro, con atuendos de cuero. Nadie imagina que el gigante es inhumano. Nadie. Y ella aún sabiéndose nadie comienza a temer. Y teme. Y sabe que está por ser encontrada. Pero ignora que es ella Sarah entre todas las Sarahs. Sarah buscada. Motivo de la búsqueda criminal: su futura maternidad en algún momento, en algún lugar. Sarah ni siquiera está embarazada cuando todo esto comienza.
Y Sarah no sólo es buscada por el mal. Ya lo dije. También el futuro envía un emisario portador de la semilla a por ella. Y el emisario cumple fielmente con su deber: preña a Sarah de futuro. Y esa preñez es la culpable de que la máquina quiera hallarla y terminar con ella, con su vida y con la del redentor, con la de la esperanza de los hombres (nadie habla o aclara si de los hombres en su totalidad, si de los nadies outsiders de este mundo, si de los toditos, no: eso no se aclara: es Hollywood).
Y entonces Sarita copula con el tiempo que aún no ha llegado, con Kyle Reese quien todavía no ha nacido. Estamos en 1984 y Kyle viene de 2029, año en el que se desenvuelve junto al jefe de los rebeldes en la lucha contra las máquinas (el aún nonato, John Connor). Este compañero del líder de la resistencia emprende el viaje al origen y al destino a la vez y en la noche del vientre de Sarah aloja las carcajadas de toda la ironía del mundo.
Y la máquina la busca. Hasta encontrarla. Y lo logra. Pero Sarah entonces descubre que hay en ella una fuerza que desconocía, y no importa si todos la dan por loca, ella continúa y se enfrenta con esa creación maquinal que la amenaza porque hay otra creación- natural- que la defiende.
Y en el fragmento que es una suerte de road movie vuelan motos, patrulleros, camiones, y Sarah, con su poroto entrañadentro, se salva. Kyle, el loco de Kyle(vengo del futuro a salvarte, vas a ser la madre de nuestro líder, puede sacudir la capacidad de creer de cualquiera, pese a que la evidencia esté diciéndonos que no hay más verdad que la realidad, mi general, y que allá afuera hay un grandote que mete miedo matando a todas las que se llaman como yo), muere, y le debe su fin al engendro cibernético.
Pero Sarah, con un supremo deseo de subsistir, no se deja caer, ni doler, y finalmente, derrota al representante del tirano que son las máquinas conscientes del futuro y Arnold, un humanoide T 800, encuentra, como el contenido de cualquier lata de conservas, su fecha de vencimiento.

Un breve descanso hacia el día del parto nos espera, Sarah.

lunes, 4 de julio de 2016

imagen 2

VENUS VICTORIA
Epifanía. Suerte de azules extensos y tierras breves. Secretos detrás del color.
In medias res, ella. Ella sosteniendo el viento con la anchura de su cuerpo, dejándolo ser para refundar la naturaleza artificial que nos muestra el mito. Ella, hija del sacrilegio contra un dios que no por caído pierde el don de su fertilidad, ahí, en su pedestal óseo, marino, donde apenas se posa, como a punto de salir volando.
El azul casi total de ese mundo indómito sería una bestia de útero alumbrado donde ella está por comenzar el abandono de la pureza.
Y el cielo y el mar, antes de ella no eran ellos sino una ficción de desmesura que en su albor, ella sabrá y podrá transmitir en el paseo ventoso de su cabellera azafranada para que en cada onda de ese vuelo se expanda cierta profusión lumínica, una polizona huella solar, viajando hacia el cosmos atardecida e incesantemente atardeciente.-

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eva y don quijote.
¿te ataca, te acusa, te protege, quiere defenderse, te señala como ejemplo, te ve como a gigante en medio de la prosa de don miguel?
creo que la única respuesta posible es 'depende', depende de quién esté mirándolos, eva, depende de quién se anime a darle sentido a la imagen, caballero de la triste figura.
yo me animo a adivinar un rescate: la necesidad de dar lucha, la de levantarnos, la de seguir en pie.
el diálogo entre los personajes es para mí interminable. una mujer con pelotas y un hombre sensible, de ahí en adelante...

bases 1

MANIFIESTO


Todos somos la madre de alguien. Querámoslo o no. Las criaturas del abandono andan por acá y por allá pidiendo cobijo. Tal vez somos nosotros mismos los que las creamos con los ojos, tal vez inventamos su fragilidad al tacto de la mirada que quiere acariciarlas, abrigarlas, llevarlas hacia el seno y ser su alimento.

Queramos o no somos madre, aunque nos esforcemos en negarlo. Aunque ante las evidencias prominentes de las caderas y los vientres, ante la innegable anchura de los cuerpos, digamos no, la realidad habrá de ocuparse del necio que todos tenemos dentro, como a un hijo enjaulado que nunca quiso salir. La connivencia es el bastión de las negaciones, la hilera de vértebras en la que se yergue lo apócrifo con su mundo de cartón.

Vinimos al mundo a crear, a ser habitados. Y por ahí andan esos ancianitos en el parque, escondidos en su juego de ajedrez, para que no les notemos los vientres abultados donde el porvenir juega a la escondida con nosotros, o esas adolescentes debajo de sus guardapolvos y sus jumpers, que ignoran soberbiamente la capacidad de parir que hay en sus movimientos y en los cadáveres de las niñas que llevan dentro, y, ni que hablar de ese gato callejero que ahijó más de cien vagabundos, siempre preñado y a punto de dar a luz, toda una vida de pariciones la suya.

Todos somos obligados a ser la madre de alguien. Los otros días, mi abuelita, de ochentaitantos, fue a abrir la puerta y se encontró un moisés con dos mellicitos de 36 años que hasta el día de la fecha no habían sido queridos por nadie. Imagínense la alegría que le dio, cansada de esperar la visita de los adultecidos, olvidadizos nietos tan llenos de obligaciones todos. Así que la abuela está ahora pariendo esta tardía maternidad que no deja de traerle momentos vivaces. Esto de los niños expósitos se está tornando cada vez más común en estos días de urgencias donde todos tienen la agenda tan cargadita de obligaciones que terminan invadidos por la desmemoria. Cosas de época.  

Por supuesto que hay quienes ostentan el título de anfitriones de la creación y quieren llevarse todos los premios, y ahí están los artistas, entre sus materiales, queriendo exceder esto de parir para ir un escaloncito más arriba y crear como un dios. Pero no somos zonzos, sabemos muy bien el estado de gestación en que se encuentran con sólo observarlos detenidamente por unos segundos. Se sabe, por dar sólo un ejemplo, lo único que Borges hizo a lo largo de su vida fue emular a doña Leonor con devoción para parir y parir y seguir pariendo y así  aún hoy sigue procreando hijos lunáticos, esperpénticos, dandies, pampeanos, pelirrojos, felinos, pánfilos o microscópicos.

Entonces, no neguemos lo evidente y veamos más allá de lo corpóreo, todo ser vivo sobre la tierra es un primer hogar para otros seres vivos a los que alberga más allá de su voluntad. Teniendo en cuenta la capacidad fonatoria de algunas especies, esta cualidad se potencia hasta la desmesura dado que contamos también con ese segundo útero que son la voz y la memoria donde todo prolifera, aún en el olvido.



Así que, por favor, dejemos de reducirnos a lo visible cuando podemos ser más aceptándonos como somos.  No escondamos más los abultados úteros bajo las fajas de lo que corresponde, de lo que deberíamos o de lo que nos hace culpables y amorales. Vinimos a este mundo a parir, hagámoslo con honra. Asumámonos cápsula trasbordadora para que otros vengan a la luz montados en una carcajada.   

domingo, 3 de julio de 2016

epístola 1

Carta a Jen



la ansiedad le hacía apetecer una existencia
en la cual el mañana no fuera la continuación de hoy
con su medida de tiempo,
sino algo distinto y siempre inesperado
como en los desenvolvimientos de las películas norteamericanas,
donde el pordiosero de ayer es el jefe de una sociedad secreta de hoy,
y la dactilógrafa aventurera una multimillonaria de incógnito.
Roberto Arlt, Los siete locos




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Querida Jen.
                       Quisiese adquirir como posible la idea de abandonarte. Pero no. Una y otra vez te me aparecés por aquí y por allá como esos símbolos inagotables que caracterizan a la Iglesia o al psicoanálisis. Y, de golpe, tras una racha de tiempos austeros y simples, volvés, como la marea, impredecible y constante. Y entonces, como el primer crujir del cascarón, comenzás a deshacer esa suerte de caparazón que me protegía del mundo cuando me olvidaba de vos y todos los como vos.
                         No sé por qué, en mi imaginario, unas veces te rescato como a la cruz que un día te cobija y otro te olvida, como a los cielos que pueden brillar o atormentarse. Otras, te me transformás y me te transformo en un sentido del deber adulterado que termina cayendo en las tierras poco fecundas de la culpa o el auto-reproche.  
                       La cosa es que siempre estás ahí. Con tu máscara de soldadora en alguna fábrica de los suburbios de Pittsburgh de día. Con tu poca ropa en un cabaret de la misma ciudad por la noche. Fuego y nieve diría Ricky Martin.  De noche y de día. Y te levantás temprano, madrugás, Jen, y agarrás tu bici que bajás por el ascensor que en este caso es un descensor y pedaleando llegás a esa guarida de la industria del acero. Puedo imaginarte en el barrio de Lugano siendo la misma chica con los mismos ojos, viendo el alba cuando la ciudad se despide de la noche y casi todos duermen, menos vos. Y entonces me acuerdo de que no sos Jen, sino Alex Owen, la protagonista de la película y no la actriz, pero, lo mismo da, dado que no hiciste nada más en tu vida, porque nada más puede hacerse después de haberlo hecho todo. Quién quisiese verte en otras escenas, Jen.  Quién soportaría tu imagen a leguas de la historia de Alex. La respuesta es unívoca. Y ahí te eternizamos y vos te quedás por los siglos de los siglos firme en ese monoambiente donde tu perro y vos son el universo y donde tu cuerpo se rebela cuando comienza la música y la casa, tu covacha de obrera que tiene que ganarse el mango, es un escenario donde las plantas de tus pies hacen magia y el movimiento es fuerza y furia y una de esas impotencias que se acaudalan para transformarse en algo así como una lámpara de Aladino, un objeto capaz de concederte un deseo que podría ser realización o fracaso de ideas.   
                         Y cada tanto me pregunto por el porqué de tanta injusticia. Creo que estarías de mi lado en esto, que entenderías por qué me molesta tanto que todos recuerden imágenes como ésta:

http://i.ytimg.com/vi/oVD3fwcG5X4/maxresdefault.jpg

donde estás rindiendo el examen que es la prueba del éxito. Tu talento depende de lo que juzguen esos señores por ahí detrás, tu vida y tus ganas penden de esos santos pedros que te alojarán en el cielo o en alguno de los infiernos de este mundo. Sí, nos gusta ser juzgados, nos gusta sacarnos un diez y ser los mejores en cualquier cosa que hagamos. Porque nadie nos enseñó otra cosa en estas escuelitas que todavía tenemos, que atesoramos y bastardeamos en nuestra pulcra relación con los vicios y las virtudes. Jen, no tolero que te reduzcan a ese momento perfecto en que te olvidás de ellos y bailás. No. Porque saliste contenta de ahí y entonces Hollywood o alguno de sus secuaces más ejemplares nos indica que sí, que triunfaste, que la putita de la obra que vive sola y lleva una vida licenciosa bailando casi en bolas por las noches puede ganarse el corazón de su jefecito y además dedicarse a un futuro donde ni la fábrica ni su obra sean necesarias, porque en el mundo del éxito no hay necesidades sino lujos. Y vos, nos dice la imagen final de la película, estás en ese umbral, en el que se abandonan los mundos cenicientos y se entra a  ese mundo tan confortable de lo vip y de lo all inclusive, porque te lo merecés, Jen, porque sos una apasionada del movimiento y en esta sociedad las pasiones compañeras del esfuerzo y el sacrificio vencen. Por eso me enoja que te dejen ahí, en ese idilio sacrosanto. Hasta aceptaría una segunda parte viéndote hecha una perdedora que baila de locura en el manicomio, mirá lo que te digo. Entonces me quedo con esa otra imagen de tus botas embarradas en medio de los cancanes de las niñas con rodete, tan impolutas ellas, tan clásicas, y te veo ahí, dudando de vos y de lo que estás por hacer, porque, sabés, ese mundo no es el tuyo, sino el de los que vienen de otros lados tan lejanos que en la cabeza se te figuran imaginarios. Elijo tus botas, Jen, porque en el reino de este mundo van a resultarnos más útiles que las zapatillas de punta y el cancán.