sábado, 25 de febrero de 2012

queja número 4

Queja sobre la pobreza de los nombres

Los diarios, la literatura, mis casas

   Del tiempo que trabajé en ‘Luna’, uno de los puestos de diarios que habita inamovible una de las esquinas de Parque Patricios, me quedan retazos de biografías que guardo como los capítulos de historias que invaden mi biblioteca. De ese tiempo permanece en movimiento la marea que va y viene de esa esquina a la de mi casa, ya que por algún motivo concerniente a las veleidades de mi hado, desde que llegué a estos pagos con el fin de ganarme la vida no volví (no pude o no quise) a irme. Las calles del barrio se transformaron en el paisaje que por un tiempo extenso y llano di en llamar casa, título que quizás esté viajando hacia otros paraderos todavía desconocidos, paraderos que habitan lo posible en forma de calma y lejanía.

Víctor

No se sale. No se vuelve. Sólo se está.
Dentro. Dentro aún. Quieto.
Todo de antes. Nada más jamás.
 Jamás probar. Jamás fracasar.
Da igual. Prueba otra vez. 
Fracasa otra vez. Fracasa mejor.
Beckett

   De ese tiempo ya legendario, pese al correr objetivo de los días que no es tanto, se acercan personajes que reviven cada vez que me acerco a ‘Luna’ y el azar decide presentarse en la cruz que su camino y el mío dibujen en el espacio del barrio.
Así, las más de las veces que visito a mi hermano en el puesto, me encuentro con Víctor, un hombrecito de pasos lentos y frágiles, con una mirada llameante de perpetuos socorros, y el peso de lo perdido en las espaldas, un peso colosal nacido de evocar unos años que tampoco eran tan suyos y que, sin embargo, le hacen eco en la memoria para decirle con insistencia ‘perdiste’, ‘tuviste’, ‘no supiste’, en fin, cosas por el estilo. Y él, sin saber cómo escaparle a esas voces, se entrega a los elíxires bebibles que atenúan el recuerdo, los años prósperos de un trabajo estable y sin mucho margen para la incertidumbre. Víctor que hoy, a sus cuarenta y tantos que no aparenta, vive en la pensión que queda en la misma esquina que el puesto de diarios donde se desempeña como changarín, trabajaba para una megaempresa telefónica, sin haber terminado el secundario, tenía un cargo cuyo sueldo le permitía vivir holgadamente, sin mayores complicaciones o, al menos, sin aquellas que nacen de la necesidad económica. Todo fue bien y en orden hasta que un día, los años noventa hicieron de Víctor un desocupado más. Entonces, indemnizado como corresponde, se retiró de su oficina sin decir mu, silbando bajo. La cosa podía remontarse, pero al hecho de ser parte vital del índice de desempleo, se sumó que su pareja, que vivía con él, y su mejor amigo, que estaba pasando unos días en su departamento, confesaron estar enamorados y empezando una relación que habían estado queriendo evitar por todos los medios, la cosa es así, dijeron, hay fuegos difíciles, imposibles de apagar, cual en el culebrón de las tres de la tarde, y en su intento, como era de esperar, no lo lograron, pese a los esfuerzos desmesurados por lograr el escape de la situación tal que los ubicaría de por vida en el banquillos de los acusados por hijos de puta. Y empezó la nueva vida de Víctor que llega hasta hoy, dilapidados los billetes de los años asegurados al orden y su no- daño. Y llega a paso lento, a rastras de una gran pregunta sin respuesta, una pregunta por los orígenes del desatino de la suerte, una pregunta que comenzó con el trabajo que se fue, que se fugó con años de amistad, con las ganas de creer que se puede crecer al lado de alguien y un día, quizá, tal vez, llegar a conformar eso que llaman familia. Pero no, la suerte de Víctor no caminó de la mano de su nombre, muy por el contrario hizo de su reflejo una sombra grande y plagada de los reproches del contraste entre al antes y el después de. Y cada vez que Víctor y yo nos cruzamos, por lo general, en la esquina de Caseros y Luna, cada vez que paso por ahí y lo veo atardeciendo una soledad pesada, de tiempos que horadan los años propios en un regalo para nadie, para lo que se va sin demasiados sentidos, me pregunto cuántos hombres, cuántas mujeres, son capaces de levantarse entre las ruinas de todo lo perdido. Y no sé responderme. Y busco en mi pasado gestos de otros que sí, de tantos que no, de algunos que a medias, de otros que ni. Y me hundo en una pena ajena o le escapo según el tesón del día. Porque esos fantasmas que hicieron de Víctor una tristeza andante, una tristeza que a veces fabula con irse lejos, con empezar otra vez, con creer de a poco y cada vez más, son también míos y de muchos. Porque entonces cruzarme con Víctor me asusta los días de invierno, y le tiende una mano los días de verano, y entonces charlamos; y la sola charla que puede ser sobre la misma nada, sobre ese peso que yo le digo no es tanto, sobre los dioses de La Academia y la tabla de posiciones, sobre mi hermano, al que visito en ‘Luna’, y con quien tenemos, Víctor y yo, algo en común, algo sin nombre y denso como una condena heredada cuya existencia, sutil, determinante, es la de la mirada que cree más allá de sus buenas voluntades en lo que no entiende, la sola charla sobre lo que sea hace que él y yo sigamos cada uno su camino con otro gesto en el rostro, porque a Víctor, cuando puede, le gusta hablar, le gusta echar al orbe de los hombres los andrajos de esas sombras que adentro laceran y que, cuando salen, alivian un poco el plomo de los días, y a mí me gusta pensar a Víctor lejos, en la playa, habiendo abandonado la pensión y las noches largas que se traducen en días sin alba, sin mañanas, o en mañanas sedientas que piden aguas bautismales que no existen, me gusta imaginarlo con fuerza en esas ganas que se le acercan para volver a empezar y que él todavía escucha como a voces de otro mundo. Y con esas errancias en el pensamiento Víctor y yo nos despedimos. Y algo de bueno debe haber en esa cruz que el tiempo marcó y sigue marcando en la esquina de Caseros y Luna, algo de guerra y de satélite, para que la nada misma, como un viento que pasa, alivia y no avisa, cada tanto nos aliente.