no el pincel, el brazo que no puede seguir la velocidad de las ideas
mientras el brazo
arribabajo
obedece a la desconexión entre la idea y los actos
se pregunta
a qué responde el abismo
entre la cima y la sima
del cerco
en qué episodio del caos
se encuentra el secreto del infinito que guarda un pobre segmento
una simple distancia con inicio y
fin
pintar el cerco va a enseñarnos, miyagi
tanto como barrer el piso después de cada comida
tanto como lavarnos los dientes antes de dormir
o limpiar los vidrios una vez por mes
pintar el cerco, daniel san
va a darnos permiso
para ingresar al orden de los días y sus noches
nos borrará el insomnio
con un cuartito de valium que no es ni mucho ni poco
sino la mesura misma
arribabajo
hasta obtener la lentitud y la concentración adecuadas
arriba abajo, daniel
arriba abajo, mamá, como siempre dijiste con tu santa paciencia
arriba abajo, hollywood y la mar en coche,
arriba y abajo, tinelli, lanata y clarín
despacio
lento
respiro como todo buen yogui
saco todo lo oscuro dentro de mí
arriba abajo
hasta adormecernos
en el sueño de Otro
arriba
abajo
y más abajo
y sin embargo
(pequeñas repeticiones pueden servir para algo, me digo)
una letra y otra letra
una palabra y otra palabra
barrer el piso
colgar la ropa
una letra y otra letra
una palabra y otra palabra
una niña que llora y entre mis brazos sonríe, yo sonrío sonreímos
barrer el piso
colgar la ropa, secar los platos
corregir exámenes...
ganarse el manguito y que alcance, o no
hay infinitas versiones de la repetición, miyagi
tantas como finito puede ser un día
tantas como la finitud de una repetición albergando la felicidad o el hartazgo
Los sucesos de mi narración ocurren en esta ciudad de Buenos Aires en
199…El día de la muerte de mi abuela Amapola, entendí que vivimos engañados por
algo que entre todos vamos tejiendo desde bien adentro en el seno de la
familia. Como si mi familia fuera una gran mamífera queriendo amamantarnos una
vez que ya tenemos dientes y muelas y unas capacidades motrices desarrolladas a
la perfección para salir corriendo a cazar nosotros solitos en cualquier
documental de Nacional Geographic. Un útero enorme que no se cansa de parir fundamentalmente
preceptivas y comportamientos esperables. Entendí también que no somos los
únicos. Todas las familias actúan del mismo modo: metiendo el polvo debajo de
la alfombra, limpiando por donde ve la suegra, colgando los trapitos a la
sombra por si a algún vecino curioso se le diera por adivinar. Toda una vida de
escenas que hay que ensayar mientras nadie nos ve. Pero Amapola esquivó desde
chiquita las formas: uno de los cuentos reza que en su más tierna infancia, a
eso de los 3 añitos, no pudo ni intentó contener sus pudores gástricos en una
cena en la que su padre trataba de ganar un ascenso, cena en la que además,
jugando, mordió a la esposa del jefe de su padre en la mano y le dejó un sello
que tardó semanas en irse; muy chica también, le dijo a su madre, a sus
hermanos, a sus primos y al almacenero que realmente le gustaba mucho hacer lo
segundo, tanto que esa actividad era su momento favorito del día y que lo
que más le gustaba era mirar sus proezas materiales y analizar cuán variadas eran
de un día a otro, todo, dicho, por supuesto, con el vocabulario y la madurez de
una niña de hace un siglo; en primer grado invitó a tres compañeritas de su
grado a jugar a desvestirse como hacían sus padres por las noches. Toda una
vida de desorientada ubicación no iba a detenerse en el momento de la muerte a
la que Amapola con un lenguaje corporal exacto, desde algún espacio muy
escondido de su víscera, dijo rotundamente ‘no’. Al principio nadie se había
dado cuenta, yo había estado observando con interés el fenómeno durante largos
minutos, tal vez por horas. Mientras la miraba recordaba uno por uno los
desencuentros de mi abuela y su circunstancia en lugares públicos y privados. Los
ojos de extraños no eran suficientes para detenerle los impulsos. Algo me hacía
suponer que con el tiempo fue eligiendo y prefiriendo expresar su singularidad
ante desconocidos, nuestros gestos de sorpresa tal vez ya la aburrían. Cuando
caí en la cuenta del portento mortuorio no pude evitar una carcajada. Miré y
miré pensando que mi cabeza estaba aturdida por la pérdida o por alguna de mis
tendencias psicosomáticas. Pero no, tan cierto como que yo estaba ahí en la
casa funeraria para despedir a mi abuela era que de su cuerpo, más exactamente
de su ombligo, brotaban especies vegetales de todo tipo: hojas pequeñas y
grandes, corrugadas y suavecitas, lanceoladas, romboidales, alargaditas y
flacuchas, espinosas, verde amarillentas, verde rojizas, oscuras, elípticas,
con forma de palmitas con muchos, pocos o ningún dedo, hojas con forma de
nariz, hojas duras como pequeños tronquitos, hojas del tamaño de una cabeza de
adulto y hojas como el dedo de un nene de jardín. Todo era, de a poco y de
golpe, vegetal en exceso sobre el cuerpo de Amapola, las costuras del vestido
blanco que ella misma había elegido para el momento de su adiós empezaron a
rasgarse ante el avance del bosque variopinto y prolífico. De su ombligo
pasaron en cuestión de segundos a ocuparlo todo. Y de ocupar el cajón, pasaron
a avanzar hacia los que andaban por acá y por allá conversando, en silencio,
por compromiso o ajenos, sentidos e indiferentes. A todos empezó a atraparnos
esa enredadera de cuento fantástico como inventada por un inconstante. A
algunos nos abrazaba con suavidad, a otros los apretaba un poquito, al pibe que
le traía los pedidos del almacén le pellizcó el cachete y al hijo de don
Osvaldo, su vecino, le tocó la cola un grupete de pícaras hojas multicolores. Algunos
gritaban, otros, como yo, se reían, mi vieja lloraba desesperada pensando vaya
uno a saber qué. La cosa es que Amapola se salió con la suya, y acá la tengo,
trasplantada al jardincito del PH que alquilo hace un par de años: fui la única
que reclamó su compañía una vez desaparecido el cuerpo humano que la acompañó
durante sus casi cien. En mi familia el miedo ocupa siempre los lugares
equivocados. Gracias a eso, Amapola me acompaña desde el episodio irrecordable
de mi parentela hasta hoy, de mudanza en mudanza, llueva, truene o haya sol. Le
gusta acompañarme e ir cambiando de aire cada tanto.
si es real la lejanía del cielo si son ciertas las máscaras de su disfraz Olimpo las tiendas de sus cantos afiebrados o los gritos escondidos en frágiles paseos de Carnaval si es verdad lo vasto y fértil de la tierra si hay que creerle a los ojos el color interminable del paisaje al oído las voces del lago, el mar o la cascada si hay tan poca palabra para tanto cómo explicar este preciso instante al borde de la lluvia de enero cómo enfrentar su asomo atrevido de bautismo pagano su alarido oscuro de todo lo por limpiar
Buenos Aires solía jactarse de ser a la europea. De sus hábitos
civilizados. Ausentes a su alrededor, según ella, en lo vasto y lo amplio de la
argentinidad.
Buenos Aires era una nena bien.
Buenos Aires es una adulta mal. Por haber
sido esa nena. Pareciera que sin remedio. Pareciese inevitable su infierno.
La nena educada en los mejores colegios, la
mujer entregándose, gratis, por entrar a una vejez fatídica: sin dignidad.
Todas las formas de vida tienen que ver con
una forma de entender el mundo. Con un modo específico de leerlo. Con el
diálogo entre esa lectura, ese entendimiento, y unas prácticas que van juntas
de la mano hacia donde sea.
Dime
qué lees y te diré quién eres- debería decir el refrán. Dime cómo y, quizá, hasta acierte tu signo del zodíaco.
(II)
Trabajo en un puesto de diarios de Parque
Patricios. En Caseros[1]
al 2700. Como sucede con todos los puestos situados sobre avenidas, el bautizo
coincide con el nombre de la calle
perpendicular más cercana. En Caseros las calles cambian de nombre, al
2700, termina Catamarca y empieza Luna. Ergo, mi puesto se llama Luna. Satélite quimera de lo que
queremos ver. Nostalgia tonta de lo que queremos inventar.
El día en cualquier puesto de diarios
comienza de noche. Por la madrugada. En Luna,
por supuesto, también. Cuando el barrio todavía duerme, a las cinco de la
mañana, hay que estar abriéndole las alas a la Luna,
despertándola de los secretos que guardó durante el sueño. De las noticias de
ayer que enviará como devolución para que el papel pierda las palabras y el
olvido le permita ser otra vez, una vez reciclado. Para el que no lo sabe, en
un puesto de diarios, todo se devuelve, de modo tal que si uno es prolijo y
hace bien los deberes, el negocio prácticamente no tiene pérdidas. Las
planillas de devolución llegan cinco veces por semana y cada publicación se
pide sólo en dos ocasiones, uno la entrega cuando mejor lo considera, hay que estar
atento porque al segundo llamado, alpiste, ya no hay tercera oportunidad:
publicación no devuelta o queda de garrón o esperando como Godot a su dios
consumidor compulsivo o necesitado que quiera comprarla o va para casa al
esquinero de oropeles y afines. La devolución duerme todos los días en un buche
que no teníamos y pusimos hace poco, por si nos quedamos dormidos, porque un
día llegamos unos minutos tarde y un caco malicioso se llevó los ciento y pico
de ejemplares de la revista piola del
gran diario argentino, lo que nos trajo no pocos problemas. Al día siguiente el
dueño dejó de postergar el gasto y se encargó de hacer los llamados respectivos
para colocar el buche que está a espaldas del puesto y en el que, de no ser por
su posición vertical y por la falta de almohadas, uno tranquilamente podría
recostarse y dormir con comodidad. Sin exagerar, la caja de las noticias
yéndose al más allá de la actualidad parece un verdadero sarcófago del que en
cualquier momento está por salir Drácula.
Los diarios llegan a las cinco de la matina
de lunes a viernes. A las seis los sábados y domingos. Salvo que haya habido
algo importante[2]el
día anterior, algo capaz de generar la inclusión de los sucesos hasta el último
instante antes de la impresión, caso en el que todo se retrasa indefinidamente.
Porque a la señora de Noble y sus socios, a su séquito de secuaces, les
preocupa tenernos bien informados a todos. Por eso no se permiten más que tres
feriados por año, a saber, primero de mayo, 25 de diciembre y primero de enero.
Por eso el 6 de noviembre último, víspera del día del canillita, avisaron, con
el sarcasmo que los caracteriza, MAÑANA
HABRÁ DIARIOS, disculpándose por el desacato, que de ningún modo les
concernía pero ellos igual así de buenos que son se disculpan, de un grupito de la conducción sindical que agrupa a los
dueños de quioscos y paradas que tenía el tupé de no vender diarios al día
siguiente, habiendo tomado una medida arbitraria[3].
Sin explicar el porqué de la cuestión. Sin mencionar motivos. Nosotros[4]
que no queremos ser menos, pero somos, en términos monetarios capaz de
representarnos, colocamos ese mismo día unos volantes en los diarios dirigidos
a nuestro estimado cliente anunciando
nuestra futura ausencia al día próximo con
motivo de celebrarse el Día Nacional del
Vendedor de Diarios y Revistas de la República Argentina
prometiendo reanudar mi actividad, el
sábado 8 de noviembre, bien tempranito, como el resto de los 361 días del año
(sic). Estuvimos tan osados que hasta preparamos[5]
unos adhesivos pequeños que mencionaban la celebración. Pan con pan, pegué, esa
madrugada de la víspera de uno de mis cuatro feriados anuales, cada una de las
etiquetas sobre cada uno de los
hombrecitos con su símil corneta.
(III)
Il y a de hors texte
Yac Derribo
Los
diarios son el alma de Luna.
Luna
despierta de noche y hace las veces de pasatiempos para insomnes, de rutina
para los más habituados al orden como de colaboradora del azar para otros.
Los
clientes se dividen entre los que piden el diario a domicilio (éstos son los
del reparto, del que se encarga Gustavo), los que están de paso y los que
vienen a buscarlo todos o algunos días (pre)determinados porque prefieren el
paseo que implica, porque les queda de paso o para obligarse a salir de sus
casas.
El horario
de atención es de 5 a
14. Antes era hasta las 20, a
veces, hasta más tarde. Pero más o menos para la época en que De la Rúa escapaba en helicóptero,
decidimos que no valía la pena, que eran horas más bien muertas para los
términos del intercambio.
Para cuando
llegamos, por lo general, los diarios están esperándonos en el buche. A menos
que haya habido algo relevante para que así no sea, entonces los recibimos
nosotros cuando llega el camión de la distribuidora con su personal simpatiquísimo
y delicado. La relevancia, claro, la deciden doña Ernestina y sus amigos.
Abrir Luna
no es para cualquiera. El cofre verde[6]
de las noticias requiere que le sepan las mañas. Luna ni es liviana ni fácil.
Además ya tiene sus años (no sé cuántos) y eso hace que haya que ir
emparchándola con disimulo como evadiendo la posibilidad de tener que cambiarle
el cuerpo, antes que eso la atamos con alambre hasta que sea posible. Cada
tanto hay que soldar alguna esquina, aceitar algún mecanismo que ayuda a
desplegarla, nivelarla, entre varias otras cosas que van sucediéndose gracias
al paso del tiempo algunas veces, o la delicadeza siempre ausente en los que allí
trabajamos. El año pasado, cuando al Gobierno de la Ciudad se le ocurrió
cambiar algunas veredas de Avenida Caseros con un criterio (séquito del
primordial: facturar) algo extraño: cambiaban las que estaban en mal estado
nada más, esa era la repuesta que daban a los vecinos, pero la práctica
acompañaba el razonamiento, los muchachos de Macri, pico y pala mediante,
acabaron con la acera de nuestra esquina dejándonos en una isla periódica enaltecida
sobre el nivel del suelo rodeados sólo de un mar de escombros cuesta abajo.
Tuve que dirigirme a los ya citados muchachos y solicitarles que la vereda
estuviese por favorpor favor por favor lista para el día
siguiente a la madrugada porque de lo contrario no podría abrir el puesto, con
el piso bajo quedaba Luna sin puntos de apoyo para su abrirse a su jornada
laboral. Al día siguiente estuvo terminado el trabajo, hecho que no dejaron de
recalcarme los mencionados todo el tiempo que permanecieron con sus labores en
el barrio por unos días más y que costó ni más ni menos que algunas Crónicas que se llevó el capataz.
Resuelto el problema, por supuesto, surgió otro. Abrir y Cerrar, si bien no
eran tarea sencilla previamente a estos sucesos, se transformaron en la lid de
vencer cada día a un suelo más alto que antes, antes de Macri, claro. Con
sinceridad, debo decir que ni Gustavo, Chilly,
ni yo estamos libres de culpas con respecto a los males de la señorita Luna.
Pero ella tampoco ayuda. Para cerrarla, para lograr que todo encaje y quede en
su respectivo lugar, para poder encerrarla en sí misma, hay que recurrir a
patadas y afines, que unas veces se dan con más gusto que otras, sobre todo,
cuando hay que insistir en el acto pateador porque las cosas no encuentran su
sitio y uno comienza a transpirar la gota gorda. Luna es una chica difícil: hay
que batallarle entrada y salida.
Estaba,
creo, en los diarios. En su arribo a su puesto de venta que implica su
inmediato armado para la pronta y consecuente repartición. Vienen todos en una
gran pila cuyo peso sumado al cariño con que los traen y arrojan hacen que los
últimos queden arrugados, rotos, sucios o todo a la vez con lo cual pierden
chances de ser vendidos a menos que al cliente no le importe o lo necesite y ya
no consiga diarios en la zona por la hora y el día. (El comportamiento de la
venta es bastante impredecible si bien hay algunos patrones esperables). Y, cuando llegan, hay que apurarse. Están los
que, como el señor Mosquera, necesitan el diario antes de las seis de la mañana
sin falta llueva truene o haya sol, aunque la pila noticiosa haya llegado a las
6 y media o 7, caso en que habrá que escuchar no al instante pero sí más tarde
sus acusaciones: que abrimos tarde, que
nos quedamos dormidos, que cómo puede ser, que para eso lee el diario de mañana
todo en el más circunspecto de los tonos. El señor Mosquera no me gusta, lee La Nación
y un día tuvo la mala idea de confesarme que Cortázar no, que era un soberbio,
que a él no le gustaba porque la primera página de Rayuela acusaba impunemente a la gente que aprieta desde abajo el tubo del dentífrico. El
septuagenario[7] señor Mosquera siempre
tiene razón y, cuando no la tiene se retira dejándolo a uno con la palabra en
la boca. Por eso debe ser que su mujer cuaja perfectamente en el estereotipo de
subordinada sumisa a los mandatos ajenos carente de cualquier indicio de
personalidad, siempre sonriente con la displicencia del que teme ser sí
mismo. El señor Mosquera me cae mal pero
creo que su señora de la que ni siquiera sé el nombre me cae peor. Además, la
antipatía mutua que nos profesamos no está exenta del interés que cada uno
siente por el otro, más bien por el discurso que el otro lleva consigo. Volviendo
a los diarios, acompañan a los urgidos de recibirlo la centenaria señora
Pagani, el doctor Lara y el doctor Colombo, los profesores Elsa y José Di Santo[8],
la señora Gioconda[9], el señor Castro, la
señora Grieco, la señora Siciliani[10]
cuando está en Buenos Aires, entre otros varios del lado Norte de Caseros. Al
Sur no hay apuros, excepto hasta hace un tiempo el de Luis, el panadero, que
más que apuro era una solicitud, un pedido tímido excusándose a sí mismo y
hasta dándonos una explicación de rubro: para la panadería La rosa de los vientos, que queda a tres cuadras de Luna sobre Luna, el trabajo empieza de
noche cuando el comercio está todavía cerrado, ergo, para el maestro panadero,
a las cinco y pico de la mañana comienzan (comenzaban, en este caso) el
descanso e inmediatamente, después de un pantallazo por las noticias del día,
el sueño. Comenzaban porque Luis se fue de golpe y sin aviso, se lo llevó su
corazón atacado quien sabe por qué, a sus casi 50 años. Ahora todos los
primeros cuidados de la mañana quedan al Norte. Además de estos personajes,
participan de las primeras horas de Luna,
José, el primero de la mañana, que vive a media cuadra y parece haberse bañado
en la misma patricia fuente de la juventud porque su apariencia olvidó un par
de sotas de sus setenta y muchos. José es como un abuelo para nosotros, para el
dueño como un padre. Vive con su esposa, María. Ambos hacen honor a sus nombres
bíblicos. Todos los que trabajamos en el barrio los adoramos. María y José no
tuvieron hijos, será por eso que nos van adoptando de a poco a cada uno y
tienen una gran familia a su manera. José es un gran coleccionista de cosas
nuevas, cuando uno va a la casa le muestra a uno su placard lleno de camisas
vírgenes prolijamente ordenadas, en su envoltorio sin uso, también hay zapatos,
corbatas, hasta encima del mueble uno puede ver equipos de música y televisores
0 km
embalados en sus cajas por si las dudas. Mari colecciona devociones, tiene en
su cocina un altarcito (que de cito no tiene mucho) lleno de santos, santas,
vírgenes y libros sobre las vidas de todos ellos y sus milagros. Cada vez que
uno tiene algo importante por qué pedir, enfermedad, trabajo, estudio, Mari
reza por nosotros, pese a que seamos el ateo más acérrimo del señor, ella igual
reza pro nobis. José y su exceso de corrección para lo que sea van siempre de
la mano y vestidos de gris. José, el agua, tiene un hermano muy particular,
Antonio, el aceite, alias Lechuga, que vive a la vuelta sobre Colonia, tanguero
atorrante, viudo mujeriego que cambia de novia como de calzón y ojo con querer
metérsele en la casa, todas con cama afuera, ex- burócrata, idéntico a Cacho
Castaña físicamente y hasta en su forma de hablar y de moverse. Si, a
diferencia de su hermano y al igual que muchos otros que pasan a diario o
regularmente, nunca compró ni medio
diario, es, sin embargo, por decirlo de algún modo, amigo de la casa, él dice
que es mi tío, sin el “como” que no le gusta, yo le replico que mi tío abuelo y
su coquetería se ve afectada y que no,
que es mi tío a secas, dice él. Lechuga tampoco tiene hijos, sí una hija
adoptiva que es la hija natural de la que fue su esposa. Lechuga y José no se
parecen en nada: desde la hora en que se levantan, Lechuga se acerca al puesto
a eso de las once de la mañana con cara de dormido, hasta todo lo que a uno se
le ocurra: son extremos opuestos en todo. Retomo el quid, además de José que madruga porque le place (es jubilado),
están los que lo hacen por trabajo y, la frutilla del postre: Norma, Susi Spina
(que casualmente viven a una casa de por medio en Colonia casi llegando al
estadio de Huracán) y Ana María. Las primeras dos no vienen nunca hasta el
puesto, hay que ir a cobrarles, llevarles las cosas, Norma tiene un sobrepeso
considerable y a Susi[11]
el cigarro la fatiga tanto que evita la caminata, vive encerrada y cuando sale,
taxi. Entonces tienen por costumbre llamar telefónicamente (sí, el puesto tiene
teléfono de línea con una excesiva tarifa comercial) lo antes posible, a veces
ya 5 menos cuarto empiezan a intentar y dejan sus mensajes. Mientras Gustavo
arma, yo voy haciendo los controles del día en nuestro pequeño cuaderno diario
en el que todo queda registrado, ventas, gastos, cobranzas, los números del
reparto, notas si es que hay alguna excepción y algún cliente habitual salió de
vacaciones. Entonces de repente el teléfono. Nos miramos, se ríe, me abrumo[12].
Hola que tal cómo estás, quería saber si
Gustavo ya salió bueno traeme un Clarín,
el que me trajiste el otro día ni lo pude leer, no sabés todo lo que me pasó, y
el hijo de puta de mi hermano que se murió, y lo de mi hijo, te conté, te dije
lo que me hizo, lo eché, el otro día fui a la psicóloga que de 150 pesos que
ella cobra a mí me cobra 30 y por qué porque es buena porque es profesional no
es una hija de puta y mi vecina que es una interesada me vio a las 3 de la
mañana en el pasillo despierta y no me preguntó ni siquiera qué me pasaba y
estoy sin aire desde ayer y el vaporizador que no me anda y necesito otro, y
estoy encerrada acá y no puedo salir, y también fui a la que te lee la borra
del café una boluda total no me dijo nada no sabía nada porque viste que yo
entiendo encima fue en un bar y le tuve que pagar los 10 pesos más el café y
por qué me pregunto me pasa todo a mí, te das cuenta te das cuenta todo me pasa
y el hijo de puta del padre de Federico[13], yo no me quise
casar, por boluda, porque soy libre y después se casó con la otra y le dejó
todo a esa y el hijo que me reclama su parte a mí que lo mantuve toda la vida
pero esta casa es mía era de mis padres y que quiere la mitad qué se piensa y
mi madre ya te dije otra hija de puta me pegaba me fajaba y yo que soy no soy
no era una boluda que me dejaba... Cuando no es ella es Susi, que también
es astróloga, porque Norma usa para sí el epíteto tal para autodenominarse,
Susi es más tranquila, habla despacio despacio, como Droopie, pero siempre le
ocurren cosas funestas, le roban, los vecinos la odian[14],
son traficantes de no sé qué, le quieren robar su casa y que la estafaron acá y
allá y que me quiere mucho, que me envía mucha luz, etc., etc., etc. Ana María
no me llama, directamente viene, habla, habla y habla, ya no viene tanto cuando
estoy yo porque se da cuenta de que no tengo ganas de escucharla desde una vez
que vino borracha y se puso a gritar, entonces viene cuando yo tengo franco y
ensarta al que esté. Ana es una de esas paradojas argentinas inextricables, ex
montonera cuyo único hijo que se preocupa por ella y la mantiene es ni más ni
menos que militar. De ahí su mambo. Ahora, hace poco, aunque no lo necesita su
economía se puso a cartonear y así encontró un novio y ahora cartonean juntos.
Se lo llevó a vivir con ella, cosa que el hijo todavía no sabe, creo. Así
empiezan las lunáticas madrugadas en la
Luna de Caseros.
Armados los diarios, empieza el reparto. Todo
reparto está legalmente delimitado.
Cada puesto tiene un papel que convalida su zona. En teoría las zonas no pueden
invadirse. Hecho que, por supuesto, casi nadie cumple. A veces se infringe la
norma concensuadamente con el damnificado, otras no tanto. Mi reparto está
cercado por la Av. Jujuy
(Colonia post- Caseros), Av. Brasil, Esteban de Luca (Laverdén d. C.) y Pedro
Chutro. Tenemos más o menos 14 manzanas para repartir, 6 del lado Norte y la
mitad más uno al Sur. Sobre Caseros casi todos son edificios. Al Norte hay
principalmente casas grandes, caserones alrededor del colegio Bernasconi y la maternidad Sardá de cuya concurrencia el barrio
suele quejarse pre y post Caseros, en eso están bien de acuerdo, qué porqué las dejan entrar, que si
quieren que paguen, que se vuelvan a su país, y muchos y peores etc. que
mejor callar.
La
existencia del llamado reparto implica que tenemos dos manojos de llaves de las
propiedades en que habitan los clientes. Es raro. Un peligro. Una vez (en 17
años) Chilly[15] perdió uno de los dos
manojos y fue un desastre. Hubo que pedir todas las llaves otra vez, soportar
justificadamente a los cariórticos clientes. Hacer el reparto -yo ya no lo hago
habitualmente, pero los fines de semana para no retrasarnos le ofrezco a
Gustavo ir haciendo todo el primer manojo, el de los más cercanos que están
sobre Caseros- es la parte más linda del trabajo de un puesto de diarios para
mí. Cada edificio es un universo de detalles a partir de los cuales uno fabula,
inventa historias, les crea vidas a los clientes, o al que se cruza entrando o
saliendo. Es extraño tener disponibles tantas llaves de casas ajenas. Uno
conjuga los pocos (o no tan pocos) datos y hace la ficción que más le gusta, dime qué lees y dónde vives y te diré,
casi sin margen para el error, quien eres.
(IV)
Los que van
y vienen son infinitos, muchos más de los que merecen ser mencionados. Hay tres
personas de las que quiero hablarles. Clide, Rosa y Osvaldo.
Clide es
recientemente doctora en Filosofía. La conocí en Luna hace 8 años, cuando ella recién se mudaba a Parque Patricios y
yo a este trabajo. Nuestra amistad empezó, después de que ella me preguntó qué
estudiaba. Cuando le dije Letras el diálogo se fue tejiendo solo,
independientemente de quiénes éramos, a través de lo que podíamos intercambiar,
que era mucho más que diarios por dinero. Clide se jubiló hace unos años con la
alegría de quien podrá aprovechar más tiempo para dedicar a todos los libros
que la vorágine temporal va dejando de lado más allá de nuestra voluntad. Es de
esas personas que no atienden el teléfono para no interrumpir una lectura. En
ese momento hace años que venía investigando para su tesis doctoral: la historia de la codicia en relación con la Iglesia. Clide, por si no lo dije, es católica. Ella se define a sí
misma como tomista. Fan de Aristóteles, digo yo, porque le encaja mejor en su
dogma. Es muy chiquita y vital, flaca con muchas arrugas que elegantemente
definen su rostro, de paso ligero. Cada vez que me ve, sonríe como si
estuvieran regalándole algo y no por mí, porque ella es así con toda la gente
que quiere y creo que cuento con ese honor. Clide, pese a ser hermosa, es, no
declaradamente, una pequeña, conspicua gorila. Cada vez que escucha los
parlamentos de Cristina, se pone de todos los colores. No hay nada que la enoje
más. Clide lee La Nación. En una época la enganché por el lado de los fascículos de filosofía de Feinmann
y empezó a comprar Página. En ese momento, el susodicho la
convenció, le pareció didáctico. Pero todo tiempo pasado siempre fue mejor,
ahora José Pablo se transformó para Clide en ilegible por sus alabanzas a la
mandamás del momento. De todo lo que puedo decir de ella, lo mejor no tiene
nada que ver ni con los libros, ni con la Filosofía, ni con el colosal trabajo que realizó
para doctorarse. Hace un tiempo largo que, de vez en cuando, vamos a almorzar
al Farolito, lugar dónde dejamos de
hablar de lo que nos gusta y de vez en cuando hablamos un poco de lo que somos.
Fue durante nuestro primer almuerzo cuando Clide amplió los básicos datos
biográficos que yo tenía sobre ella. Yo ya sabía que era de Catamarca, de un
pequeño pueblo llamado Tinogasta, donde ella trabajaba como maestra desde los
15 años, que había venido a Bs. As. siendo muy joven, que lo había hecho
escapándose de un marido celoso que embebido de ira había incendiado cual
un Nerón psicodélico toda su vida: sus
libros[16].
Yo había leído hasta ese capítulo. Pero lo que sigue no es menos sorprendente.
Llegó y de inmediato buscó trabajo, vivió primero con una tía y empezó a
estudiar en la UCA,
becada, donde trabajó toda su vida, donde era la “cabecita” hasta que se dieron
cuenta de la mente brillante que escondía “la cata” y se le empezaron a acercar.
Una vez recibida, a poco de mudarse sola, tras pensiones y departamento con
otras chicas del interior, recibe a una sobrina lejana con una carta en la que
explicaba los motivos de la venida: su vientre secretamente lleno de vida. Todo
muy lindo, hasta que nació la criatura y la madre murió en el parto. Los
abuelos del niño no sabían nada. Clide tuvo que escribirles y mentirles una
enfermedad mortal que mucho no le creyeron. El niño se quedó con ella. Lo
adoptó como propio pero tuvo que desaparecer de los lugares que frecuentaba
durante 9 meses, trabajo incluido, en el que pidió una licencia que le fue
concedida. El niño que ahora tiene más de 50 años y es padre, sigue sin saber
nada, como cuando dio su primer vagido.
La historia
de Rosa no es tan trágica. Es muy tranquila. Rosa viene todos los días con sus dos
bolsas de los mandados. Viene por Luna de la panadería, esa que les quedó a los
hijos de Luis. Me deja el pan y las facturas[17]
que compró y me paga el diario Popular,
todos los días, los miércoles con la revista Pronto. Cuando vuelve de las compras se lleva el pan y el diario.
Dejó de comprar Crónica cuando
echaron a uno de sus sobrinos de la redacción. Rosa vive sola en un PH en cuyos
dos otros departamentos viven su hermana[18]
con su marido en uno y un sobrino nieto con su familia, que tiene una casa de
sanitarios de la cuadra del puesto, en el otro. Se ve que mucha bola no le dan.
Antes salía mucho con los jubilados pero ahora ya no, dice que todos tienen
miedo porque pasan muchas cosas. Se ve que Macri no le ganó la batalla a la
inseguridad todavía. Rosa votó a la presidenta en las últimas elecciones
porque... que porque les había dado
muchos aumentos a los jubilados. Pero ahora está un poco desilusionada.
Cuando Rosa llega al puesto, me deja sus bártulos y charlamos un rato, le
pregunto de sus cosas, me habla de lo que escuchó en la tele, un día casi se
enojó porque le hablé mal de Susana, sobre quien al menos ahora me reservo la
opinión, no sé por qué, pero Rosa la quiere y vieron cómo son esas cosas, no
tienen explicación. Hace las compras y cuando vuelve hablamos un ratito más,
del barrio, del clima, de su familia, del pasado. Al principio no hablaba
mucho. El mérito de nuestro intercambio de palabras es todo mío. No sé por qué,
pero desde el principio intenté hablarle, quizá como desafío a su parquedad que
ya quedó muy lejos para mí, quizá porque noté que era sólo el vestido con el
que Rosa ornamentaba su soledad. Traspasado el umbral de su silencio, ahora
cada día que precede a mis dos francos semanales me pregunta nos vemos mañana, y yo, no, mañana no vengo, pasado, Rosa. Rosa
tiene 84 años que no aparenta. No tiene hijos. Su hermana tampoco[19].
Sí tuvo un marido al que va a visitar bastante seguido a la Chacarita. Hace
40 años que es viuda y todavía no pierde esa costumbre. Y eso que sólo estuvo
casada 25 años.
Como para
terminar, Osvaldo. Osvaldo, desde que lo conozco, nunca compró nada. Jubilado
de la federal, lector asiduo de Crónica,
Olé y Popular sin gastar mucho por las artes que ejerce y profesa, devoto
del escolazo, siempre aparece a media mañana con un cigarro en la boca que
nunca llega a sus manos. Osvaldo es, por decirlo de algún modo, el famoso y
nunca bien ponderado manguero. De
modo tal que todas sus lecturas le resultan gratuitas. Pero no le basta, a
veces hasta me pide que le preste plata sin que se le modifique rasgo alguno de
la cara. Últimamente, le cobro el favor con algunos mandados que él se ofrece a
hacer, ir a cobrarle a alguien, sacarme la fotocopia de la devolución, etc. Ah,
y gracias a él, toda mi familia se hizo la cédula sin hacer trámites ni colas
interminables: su hija Lorena trabaja también en las oficinas de la federal,
precisamente en el departamento de documentación, donde se ve que, según sus
propias palabras, acuden con frecuencia todos los acreedores de favores de su
padre.
(V)
Los
clientes, más tarde o más temprano, suelen perdérsenos. Por razones económicas,
para ajustar gastos. Por peleas, cuando la altanería del carácter del cliente
supone que uno está obligado a soportar cualquier rasgadura o desgarro al
respeto. Por mudanzas o viajes, de todo tipo, incluso los dirigidos al más allá,
a veces se mueren. Entre los muertos hay varios ya. Uno los va guardando como a
los personajes de los libros que lee, como si todo hubiese sido una mentira.
Buenos Aires, diciembre de 2008
[1]Una de
mis debilidades, confieso, tiene que ver con la mitología que creo en torno a
los nombres de las cosas, cual si siempre estuviesen designándome un enigma,
pronunciando un oráculo que a pesar de ser incapaz de descubrir hace que gire
una y mil veces a su alrededor. En este caso, Caseros como aviso de nuestra
idiosincrasia siempre tendiente a la implosión, como guerra perdida pero no
tanto, como momento crucial y punto tangencial. Caseros como división, como
lucha eterna entre unitarios y federales más allá de triunfos pasajeros,
porque, a fin de cuentas, quién le ganó a quién, acaso la conversión del
caudillo en farmer del exilio cambió el rumbo de nuestra historia. Caseros como
diferencia, como línea divisoria entre la plebe y la aristocracia del barrio,
entre profesionales y laburantes que ponen el lomo, entre lectores de Crónica o Popular y lectores de La Nación (los de Clarín están en todos lados, ganan por
afano). Y no lo digo yo. Lo dicen ellos. Los que viven acá.
[2]El criterio de importancia se me escapa,
importante puede ser el resultado de un partido de fútbol, una guerra
inminente, un atentado terrorista, la fuga en helicóptero de un presidente
democrático después de haber declarado estado de sitio, el resultado electoral
de una votación, la caída de la bolsa de cualquier país que tenga ganas de
conflictuar al globo en su totalidad, etc.
No entiendo tampoco la jerarquía que los editores de diarios dan a estas
noticias.
[3]Clarín, 6/11/2008,
Solicitada firmada por ADEBA (Asociación de Editores de la ciudad de Bs. As.) a
la que el único diario que no se sumó fue Crónica,
pág. 40.
[5]Léase, nuevamente, el sindicato, del que, de ningún modo, formo
parte.
[6]La regulación de Puestos de Diarios y Revistas hace que todos los de
una misma ciudad estén pintados de un mismo color. Verde en Buenos Aires,
naranja en Mar del Plata, Azul en Quilmes, etc.
[7]Parque Patricios, por si no lo dije, es una gerontocracia. De sus
habitantes, sin exagerar, el 70% deben andar por arriba de las siete décadas.
Además de eso, muchos aparentan una veintena menos de los años que tienen. Hay
que sumarle a la fuente de la eterna juventud del barrio que la mayoría de esos
habitantes de la tercera edad que semejan al menos la segunda trabajaron
durante ella como empleados públicos.
[8]Ambos jubilados, profesora de Literatura ella, de Música él, solteros
ultra católicos habitantes de una gran casa con una puerta cancel que me
recuerda una de mis lecturas adolescentes. poseedores los dos de una conducta
peculiar de convivencia simbiótica, suerte de dialéctica amo- esclavo. Ella
escribe sólo poemas dedicados a su madre y el mundo todo le parece impuro. Él
parece, en vez de hermano, súbdito de su temeraria hermana que, como docente,
dramatizaba a cada uno de los personajes medievales acusadores del pecado y la
impureza ajena. Ah, además vacacionan juntos, cada tanto se hacen un viajecito
a Europa, principalmente a Italia y el Vaticano. Leen La nación.
[9]Que lleva ese nombre
cual su madre, su abuela y su bisabuela. Casadas todas ellas en Florencia. Pese
a su nombre, la señora es bióloga y, paradójicamente, no ha podido seguir la
tradición familiar de legarle su nombre a su prole porque según indicios de su
propio discurso, la vida le ha impedido esa posibilidad.
[10]La tal es una
psicoanalista que vive en París y viene cada tanto para horrorizarse de cómo
vivimos los argentinos.
[11]Las ya citadas
son la excepción a la fontana Juventus de Parque Patricios. A veces contra la
mala vida no hay fontana que aguante.
[12]Leer lo que
sigue sin pausas a lo Enrique Pinti.
[15] Él, el más fiel a Luna, trabaja haciendo el repartodesde que era un adolescente irredento. Ahora, a sus treinta y
pico, ya es un padre de familia, no tan serio ni convencional, sí muy
responsable. Su hijo mayor, Dieguito, con sólo diez años, ya es todo un
businessman, muy ambicioso y ahorrativo, que hace negocios en la escuela con
sus compañeritos y que tiene planeado empezar con el reparto lo antes posible,
no para que su papá descanse sino para tener más dinero.
[16]Hecho que le costó el rechazo de su familia y
de todo el pueblo por muchísimos años.
[17]Rosa todas las mañanas desayuna un tazón
gigante de leche con dos vigilantes.
[18]Que es una veintena más joven que Rosita. Para quien
está destinado el 70% de las cosas que Rosa compra a diario, porque a María no
le gusta salir. Además de eso Rosa cocina todos los días para su hermana y su
cuñado, pero come sola en su departamento, excepto los domingos que tienen la
gentileza de invitarla a almorzar.
[19]Estoy empezando a sospechar que quizá el
precio de estar tan saludable a esas décadas sea no haber tenido hijos.
en las gafitas intelectomilitantes de Choele Choel
hay cadáveres
en la 1.11.14
en la Cava y en la Cárcova
hay cadáveres
en Lugano, en La Matanza y en la Cañada de Bernal, cadáveres
en la flor de mi secreto
en la del tuyo
en el nuestro
hay cadáveres
en mi flora intestinal cadáveres
en tu culito al mejor postor cadáveres
acá
cerquita
en el riachuelo
hay cadáveres
tus pececitos negros
indigestos de plagas
son cadáveres
en el autito del taxista
que te confina a volver a tu cercano país con diminutivos picaroncitos
o en el del otro al que no le gustan ni tu gorra ni tus
yantas
en la cola del banco donde tal vez cobres o cobres
en el bondi de las 6 apiñado cercado acorralado
en la senda peatonal invadida por trompas mecánicas
en ese auto estacionado que le tapa la rampa a tu
sillita
en ese cruce de avenidas donde más de un muertito
hay cadáveres hubo cadáveres habrá cadáveres
en nombre del padre
cadáveres
en el del hijo cadáveres
gracias al espíritu santo
más cadáveres innombrables ignotos desaparecientes cadáveres
en la marchita del general
cuyo combate perdimos y seguimos perdiendo
en la esperanza de querer revertir la historia
en la divinidad de tu presencia, mesías,
en la que creíste tal vez más que en tu causa
en lo dado de tu condición subjetiva
y en tu Golgotita boliviano
sigue habiendo cadáveres
se reproducen como conejos los cadáveres
se propagan como insectos urbanos más cadáveres
en la escuelita de frontera
en la de esta esquina de la capital llenas de hijitos de esos que querés reenviar a suelo limítrofe en las de más allá y más acá
en sus pizarras inánimes y en sus docentes títere
maestros marioneta profes fantasma
en sus computadoritas sin wi fi sin tun tun ni tan tan
en el vasto mundo virtual que nos ofrece en la bocota virtual que nos come y nos carcome
en el río de imágenes que no cesan
en esas simpáticas cadenitas de mail
y en tu i
phone en tu smart phone en tu bobo phone
en los colosales auriculares que te aíslan del reino
de este mundo
en las zapatillitas astronáuticas que no te ayudan a
correr y te dificultan el paso
con esa pipita bien a la moda
en las calcitas brillosas que antes eran grasas y
ahora son palermogólicas
palermocool
palermocononda así todo juntito, bien apretado como pavita bochornosa entre la lycra lumínica estrellada
en todo todo todo eso hay cadáveres, che
en tu ONG donde los gringuitos pasan unos días al lado
de los pielesroja-cabeza-negritodelavillaolafavelita
en tu face-buquito donde te ves tan mona:
ahí y más allá, hay cadáveres, cadáveres con fotitos
del día de su muerte
y con diapositivas de ese más allá tan fashion, tan
buena onda, tan tipoooo las cañitas
en puan al 400
y en su manga de puancitos apunados de ideas
en la calle Córdoba al 2100
y en su falta de ideas encadenada a un lenguaje de
cotillón, bien anglo, tan de péipers que se olvidó como se dice empleo en español
en su trajecito de tiro bajo liberalcito keynesianito y fridmanianito a priori
en todas las ubitas de este mundo
con sus conicetitos tan en lo alto de la atmósfera que no conocen lo que es caminar por una callecita empedrada, estar embotellado para ir al laburo o cruzar una calle por la senda peatonal nahhhh, todo eso es gilada de los que no usamos la materita grisecita y en todas las academitas:
¿tendrá el cielo el goce de estas nobles instituciones preocupadas por nuestra cultura? lo que es indudable es la
burlita, el canto y el poco poco para mí/ nada nada para el resto
¿y sus pobrecitas cualidades incompletas y repletas o
inyectas?
en la camillita donde el doc no te explica pero te
hace
donde dejás que te hagan
y te revuelven esas tripitas tan humanoides/ tan para
investigar y abrir/ y volver a cerrar
en el banquito donde no entendés pero te sacan
en el otro banquito donde te acusan por
en la vocecita de ese joven con acento latino
que te explica que él no sabe, que él no fue, que mil
perdones pero no está a su alcance
que disques otro interno
en la quejita que no podés hacerle a la mega empresita
que te vendió alguna de esas cositas que no necesitabas pero que igual, así,
sin querer, compraste al reverendo pedo
para darle un puto sentido a la esclavitud de ese
salario
que para mucho no alcanza
y para poco menos
pero igual
igual igual
una sombra le preguntó a la luz del próximo vagido:
-Cuántos cadáveres hay en este entierro
y se dio el siguiente diálogo:
-No, señor
-Sí, señor
-Pues entonces, ¿quién lo tiene?
-El gran bonete
la luz se escondió bien entrañadentro
para escaparle al absurdo
la sombra se llevó toda la barriada de muertos con
ella