lunes, 8 de agosto de 2016

casa de diario en la luna

Cronilunio
(pequeña mentira autobiográfica)





(I)
  
Lego, ergo sum
René Descarté
  
   Buenos Aires solía jactarse de ser a la europea. De sus hábitos civilizados. Ausentes a su alrededor, según ella, en lo vasto y lo amplio de la argentinidad.
   Buenos Aires era una nena bien.
   Buenos Aires es una adulta mal. Por haber sido esa nena. Pareciera que sin remedio. Pareciese inevitable su infierno.
   La nena educada en los mejores colegios, la mujer entregándose, gratis, por entrar a una vejez fatídica: sin dignidad.
   Todas las formas de vida tienen que ver con una forma de entender el mundo. Con un modo específico de leerlo. Con el diálogo entre esa lectura, ese entendimiento, y unas prácticas que van juntas de la mano hacia donde sea.
   Dime qué lees y te diré quién eres- debería decir el refrán. Dime cómo y, quizá, hasta acierte tu signo del zodíaco. 
(II)
  
   Trabajo en un puesto de diarios de Parque Patricios. En Caseros[1] al 2700. Como sucede con todos los puestos situados sobre avenidas, el bautizo coincide con el nombre de la calle  perpendicular más cercana. En Caseros las calles cambian de nombre, al 2700, termina Catamarca y empieza Luna. Ergo, mi  puesto se llama Luna. Satélite quimera de lo que queremos ver. Nostalgia tonta de lo que queremos inventar.
   El día en cualquier puesto de diarios comienza de noche. Por la madrugada. En Luna, por supuesto, también. Cuando el barrio todavía duerme, a las cinco de la mañana, hay que estar abriéndole las alas a la Luna, despertándola de los secretos que guardó durante el sueño. De las noticias de ayer que enviará como devolución para que el papel pierda las palabras y el olvido le permita ser otra vez, una vez reciclado. Para el que no lo sabe, en un puesto de diarios, todo se devuelve, de modo tal que si uno es prolijo y hace bien los deberes, el negocio prácticamente no tiene pérdidas. Las planillas de devolución llegan cinco veces por semana y cada publicación se pide sólo en dos ocasiones, uno la entrega cuando mejor lo considera, hay que estar atento porque al segundo llamado, alpiste, ya no hay tercera oportunidad: publicación no devuelta o queda de garrón o esperando como Godot a su dios consumidor compulsivo o necesitado que quiera comprarla o va para casa al esquinero de oropeles y afines. La devolución duerme todos los días en un buche que no teníamos y pusimos hace poco, por si nos quedamos dormidos, porque un día llegamos unos minutos tarde y un caco malicioso se llevó los ciento y pico de ejemplares de la revista piola del gran diario argentino, lo que nos trajo no pocos problemas. Al día siguiente el dueño dejó de postergar el gasto y se encargó de hacer los llamados respectivos para colocar el buche que está a espaldas del puesto y en el que, de no ser por su posición vertical y por la falta de almohadas, uno tranquilamente podría recostarse y dormir con comodidad. Sin exagerar, la caja de las noticias yéndose al más allá de la actualidad parece un verdadero sarcófago del que en cualquier momento está por salir Drácula.
   Los diarios llegan a las cinco de la matina de lunes a viernes. A las seis los sábados y domingos. Salvo que haya habido algo importante[2]el día anterior, algo capaz de generar la inclusión de los sucesos hasta el último instante antes de la impresión, caso en el que todo se retrasa indefinidamente. Porque a la señora de Noble y sus socios, a su séquito de secuaces, les preocupa tenernos bien informados a todos. Por eso no se permiten más que tres feriados por año, a saber, primero de mayo, 25 de diciembre y primero de enero. Por eso el 6 de noviembre último, víspera del día del canillita, avisaron, con el sarcasmo que los caracteriza, MAÑANA HABRÁ DIARIOS, disculpándose por el desacato, que de ningún modo les concernía pero ellos igual así de buenos que son se disculpan, de un grupito de la conducción sindical que agrupa a los dueños de quioscos y paradas que tenía el tupé de no vender diarios al día siguiente, habiendo tomado una medida arbitraria[3]. Sin explicar el porqué de la cuestión. Sin mencionar motivos. Nosotros[4] que no queremos ser menos, pero somos, en términos monetarios capaz de representarnos, colocamos ese mismo día unos volantes en los diarios dirigidos a nuestro estimado cliente anunciando nuestra futura ausencia al día próximo con motivo de celebrarse el Día Nacional del Vendedor de Diarios y Revistas de la República Argentina prometiendo reanudar mi actividad, el sábado 8 de noviembre, bien tempranito, como el resto de los 361 días del año (sic). Estuvimos tan osados que hasta preparamos[5] unos adhesivos pequeños que mencionaban la celebración. Pan con pan, pegué, esa madrugada de la víspera de uno de mis cuatro feriados anuales, cada una de las etiquetas sobre cada uno de los  hombrecitos con su símil corneta.


(III)

Il y a de hors texte
Yac Derribo
   Los diarios son el alma de Luna.
   Luna despierta de noche y hace las veces de pasatiempos para insomnes, de rutina para los más habituados al orden como de colaboradora del azar para otros.
   Los clientes se dividen entre los que piden el diario a domicilio (éstos son los del reparto, del que se encarga Gustavo), los que están de paso y los que vienen a buscarlo todos o algunos días (pre)determinados porque prefieren el paseo que implica, porque les queda de paso o para obligarse a salir de sus casas.
    El horario de atención es de 5 a 14. Antes era hasta las 20, a veces, hasta más tarde. Pero más o menos para la época en que De la Rúa escapaba en helicóptero, decidimos que no valía la pena, que eran horas más bien muertas para los términos del intercambio.
   Para cuando llegamos, por lo general, los diarios están esperándonos en el buche. A menos que haya habido algo relevante para que así no sea, entonces los recibimos nosotros cuando llega el camión de la distribuidora con su personal simpatiquísimo y delicado. La relevancia, claro, la deciden doña Ernestina y sus amigos.
   Abrir Luna no es para cualquiera. El cofre verde[6] de las noticias requiere que le sepan las mañas. Luna ni es liviana ni fácil. Además ya tiene sus años (no sé cuántos) y eso hace que haya que ir emparchándola con disimulo como evadiendo la posibilidad de tener que cambiarle el cuerpo, antes que eso la atamos con alambre hasta que sea posible. Cada tanto hay que soldar alguna esquina, aceitar algún mecanismo que ayuda a desplegarla, nivelarla, entre varias otras cosas que van sucediéndose gracias al paso del tiempo algunas veces, o la delicadeza siempre ausente en los que allí trabajamos. El año pasado, cuando al Gobierno de la Ciudad se le ocurrió cambiar algunas veredas de Avenida Caseros con un criterio (séquito del primordial: facturar) algo extraño: cambiaban las que estaban en mal estado nada más, esa era la repuesta que daban a los vecinos, pero la práctica acompañaba el razonamiento, los muchachos de Macri, pico y pala mediante, acabaron con la acera de nuestra esquina dejándonos en una isla periódica enaltecida sobre el nivel del suelo rodeados sólo de un mar de escombros cuesta abajo. Tuve que dirigirme a los ya citados muchachos y solicitarles que la vereda estuviese por favor por favor por favor lista para el día siguiente a la madrugada porque de lo contrario no podría abrir el puesto, con el piso bajo quedaba Luna sin puntos de apoyo para su abrirse a su jornada laboral. Al día siguiente estuvo terminado el trabajo, hecho que no dejaron de recalcarme los mencionados todo el tiempo que permanecieron con sus labores en el barrio por unos días más y que costó ni más ni menos que algunas Crónicas que se llevó el capataz. Resuelto el problema, por supuesto, surgió otro. Abrir y Cerrar, si bien no eran tarea sencilla previamente a estos sucesos, se transformaron en la lid de vencer cada día a un suelo más alto que antes, antes de Macri, claro. Con sinceridad, debo decir que ni Gustavo, Chilly, ni yo estamos libres de culpas con respecto a los males de la señorita Luna. Pero ella tampoco ayuda. Para cerrarla, para lograr que todo encaje y quede en su respectivo lugar, para poder encerrarla en sí misma, hay que recurrir a patadas y afines, que unas veces se dan con más gusto que otras, sobre todo, cuando hay que insistir en el acto pateador porque las cosas no encuentran su sitio y uno comienza a transpirar la gota gorda. Luna es una chica difícil: hay que batallarle entrada y salida.
   Estaba, creo, en los diarios. En su arribo a su puesto de venta que implica su inmediato armado para la pronta y consecuente repartición. Vienen todos en una gran pila cuyo peso sumado al cariño con que los traen y arrojan hacen que los últimos queden arrugados, rotos, sucios o todo a la vez con lo cual pierden chances de ser vendidos a menos que al cliente no le importe o lo necesite y ya no consiga diarios en la zona por la hora y el día. (El comportamiento de la venta es bastante impredecible si bien hay algunos patrones esperables).   Y, cuando llegan, hay que apurarse. Están los que, como el señor Mosquera, necesitan el diario antes de las seis de la mañana sin falta llueva truene o haya sol, aunque la pila noticiosa haya llegado a las 6 y media o 7, caso en que habrá que escuchar no al instante pero sí más tarde sus acusaciones: que abrimos tarde, que nos quedamos dormidos, que cómo puede ser, que para eso lee el diario de mañana todo en el más circunspecto de los tonos. El señor Mosquera no me gusta, lee La Nación y un día tuvo la mala idea de confesarme que Cortázar no, que era un soberbio, que a él no le gustaba porque la primera página de Rayuela acusaba impunemente a la gente que aprieta desde abajo el tubo del dentífrico. El septuagenario[7] señor Mosquera siempre tiene razón y, cuando no la tiene se retira dejándolo a uno con la palabra en la boca. Por eso debe ser que su mujer cuaja perfectamente en el estereotipo de subordinada sumisa a los mandatos ajenos carente de cualquier indicio de personalidad, siempre sonriente con la displicencia del que teme ser sí mismo.  El señor Mosquera me cae mal pero creo que su señora de la que ni siquiera sé el nombre me cae peor. Además, la antipatía mutua que nos profesamos no está exenta del interés que cada uno siente por el otro, más bien por el discurso que el otro lleva consigo. Volviendo a los diarios, acompañan a los urgidos de recibirlo la centenaria señora Pagani, el doctor Lara y el doctor Colombo, los profesores Elsa y José Di Santo[8], la señora Gioconda[9], el señor Castro, la señora Grieco, la señora Siciliani[10] cuando está en Buenos Aires, entre otros varios del lado Norte de Caseros. Al Sur no hay apuros, excepto hasta hace un tiempo el de Luis, el panadero, que más que apuro era una solicitud, un pedido tímido excusándose a sí mismo y hasta dándonos una explicación de rubro: para la panadería La rosa de los vientos, que queda a tres cuadras de Luna sobre Luna, el trabajo empieza de noche cuando el comercio está todavía cerrado, ergo, para el maestro panadero, a las cinco y pico de la mañana comienzan (comenzaban, en este caso) el descanso e inmediatamente, después de un pantallazo por las noticias del día, el sueño. Comenzaban porque Luis se fue de golpe y sin aviso, se lo llevó su corazón atacado quien sabe por qué, a sus casi 50 años. Ahora todos los primeros cuidados de la mañana quedan al Norte. Además de estos personajes, participan de las primeras horas de Luna, José, el primero de la mañana, que vive a media cuadra y parece haberse bañado en la misma patricia fuente de la juventud porque su apariencia olvidó un par de sotas de sus setenta y muchos. José es como un abuelo para nosotros, para el dueño como un padre. Vive con su esposa, María. Ambos hacen honor a sus nombres bíblicos. Todos los que trabajamos en el barrio los adoramos. María y José no tuvieron hijos, será por eso que nos van adoptando de a poco a cada uno y tienen una gran familia a su manera. José es un gran coleccionista de cosas nuevas, cuando uno va a la casa le muestra a uno su placard lleno de camisas vírgenes prolijamente ordenadas, en su envoltorio sin uso, también hay zapatos, corbatas, hasta encima del mueble uno puede ver equipos de música y televisores 0 km embalados en sus cajas por si las dudas. Mari colecciona devociones, tiene en su cocina un altarcito (que de cito no tiene mucho) lleno de santos, santas, vírgenes y libros sobre las vidas de todos ellos y sus milagros. Cada vez que uno tiene algo importante por qué pedir, enfermedad, trabajo, estudio, Mari reza por nosotros, pese a que seamos el ateo más acérrimo del señor, ella igual reza pro nobis. José y su exceso de corrección para lo que sea van siempre de la mano y vestidos de gris. José, el agua, tiene un hermano muy particular, Antonio, el aceite, alias Lechuga, que vive a la vuelta sobre Colonia, tanguero atorrante, viudo mujeriego que cambia de novia como de calzón y ojo con querer metérsele en la casa, todas con cama afuera, ex- burócrata, idéntico a Cacho Castaña físicamente y hasta en su forma de hablar y de moverse. Si, a diferencia de su hermano y al igual que muchos otros que pasan a diario o regularmente,  nunca compró ni medio diario, es, sin embargo, por decirlo de algún modo, amigo de la casa, él dice que es mi tío, sin el “como” que no le gusta, yo le replico que mi tío abuelo y su coquetería se ve afectada y que no, que es mi tío a secas, dice él. Lechuga tampoco tiene hijos, sí una hija adoptiva que es la hija natural de la que fue su esposa. Lechuga y José no se parecen en nada: desde la hora en que se levantan, Lechuga se acerca al puesto a eso de las once de la mañana con cara de dormido, hasta todo lo que a uno se le ocurra: son extremos opuestos en todo. Retomo el quid, además de José que madruga porque le place (es jubilado), están los que lo hacen por trabajo y, la frutilla del postre: Norma, Susi Spina (que casualmente viven a una casa de por medio en Colonia casi llegando al estadio de Huracán) y Ana María. Las primeras dos no vienen nunca hasta el puesto, hay que ir a cobrarles, llevarles las cosas, Norma tiene un sobrepeso considerable y a Susi[11] el cigarro la fatiga tanto que evita la caminata, vive encerrada y cuando sale, taxi. Entonces tienen por costumbre llamar telefónicamente (sí, el puesto tiene teléfono de línea con una excesiva tarifa comercial) lo antes posible, a veces ya 5 menos cuarto empiezan a intentar y dejan sus mensajes. Mientras Gustavo arma, yo voy haciendo los controles del día en nuestro pequeño cuaderno diario en el que todo queda registrado, ventas, gastos, cobranzas, los números del reparto, notas si es que hay alguna excepción y algún cliente habitual salió de vacaciones. Entonces de repente el teléfono. Nos miramos, se ríe, me abrumo[12]. Hola que tal cómo estás, quería saber si Gustavo ya salió bueno traeme un Clarín, el que me trajiste el otro día ni lo pude leer, no sabés todo lo que me pasó, y el hijo de puta de mi hermano que se murió, y lo de mi hijo, te conté, te dije lo que me hizo, lo eché, el otro día fui a la psicóloga que de 150 pesos que ella cobra a mí me cobra 30 y por qué porque es buena porque es profesional no es una hija de puta y mi vecina que es una interesada me vio a las 3 de la mañana en el pasillo despierta y no me preguntó ni siquiera qué me pasaba y estoy sin aire desde ayer y el vaporizador que no me anda y necesito otro, y estoy encerrada acá y no puedo salir, y también fui a la que te lee la borra del café una boluda total no me dijo nada no sabía nada porque viste que yo entiendo encima fue en un bar y le tuve que pagar los 10 pesos más el café y por qué me pregunto me pasa todo a mí, te das cuenta te das cuenta todo me pasa y el hijo de puta del padre de Federico[13], yo no me quise casar, por boluda, porque soy libre y después se casó con la otra y le dejó todo a esa y el hijo que me reclama su parte a mí que lo mantuve toda la vida pero esta casa es mía era de mis padres y que quiere la mitad qué se piensa y mi madre ya te dije otra hija de puta me pegaba me fajaba y yo que soy no soy no era una boluda que me dejaba... Cuando no es ella es Susi, que también es astróloga, porque Norma usa para sí el epíteto tal para autodenominarse, Susi es más tranquila, habla despacio despacio, como Droopie, pero siempre le ocurren cosas funestas, le roban, los vecinos la odian[14], son traficantes de no sé qué, le quieren robar su casa y que la estafaron acá y allá y que me quiere mucho, que me envía mucha luz, etc., etc., etc. Ana María no me llama, directamente viene, habla, habla y habla, ya no viene tanto cuando estoy yo porque se da cuenta de que no tengo ganas de escucharla desde una vez que vino borracha y se puso a gritar, entonces viene cuando yo tengo franco y ensarta al que esté. Ana es una de esas paradojas argentinas inextricables, ex montonera cuyo único hijo que se preocupa por ella y la mantiene es ni más ni menos que militar. De ahí su mambo. Ahora, hace poco, aunque no lo necesita su economía se puso a cartonear y así encontró un novio y ahora cartonean juntos. Se lo llevó a vivir con ella, cosa que el hijo todavía no sabe, creo. Así empiezan las lunáticas madrugadas en la Luna de Caseros.                      
 
    Armados los diarios, empieza el reparto. Todo reparto está legalmente delimitado. Cada puesto tiene un papel que convalida su zona. En teoría las zonas no pueden invadirse. Hecho que, por supuesto, casi nadie cumple. A veces se infringe la norma concensuadamente con el damnificado, otras no tanto. Mi reparto está cercado por la Av. Jujuy (Colonia post- Caseros), Av. Brasil, Esteban de Luca (Laverdén d. C.) y Pedro Chutro. Tenemos más o menos 14 manzanas para repartir, 6 del lado Norte y la mitad más uno al Sur. Sobre Caseros casi todos son edificios. Al Norte hay principalmente casas grandes, caserones alrededor del colegio Bernasconi y la maternidad Sardá de cuya concurrencia el barrio suele quejarse pre y post Caseros, en eso están bien de acuerdo, qué porqué las dejan entrar, que si quieren que paguen, que se vuelvan a su país, y muchos y peores etc. que mejor callar.
   La existencia del llamado reparto implica que tenemos dos manojos de llaves de las propiedades en que habitan los clientes. Es raro. Un peligro. Una vez (en 17 años) Chilly[15] perdió uno de los dos manojos y fue un desastre. Hubo que pedir todas las llaves otra vez, soportar justificadamente a los cariórticos clientes. Hacer el reparto -yo ya no lo hago habitualmente, pero los fines de semana para no retrasarnos le ofrezco a Gustavo ir haciendo todo el primer manojo, el de los más cercanos que están sobre Caseros- es la parte más linda del trabajo de un puesto de diarios para mí. Cada edificio es un universo de detalles a partir de los cuales uno fabula, inventa historias, les crea vidas a los clientes, o al que se cruza entrando o saliendo. Es extraño tener disponibles tantas llaves de casas ajenas. Uno conjuga los pocos (o no tan pocos) datos y hace la ficción que más le gusta, dime qué lees y dónde vives y te diré, casi sin margen para el error, quien eres.    
(IV)

   Los que van y vienen son infinitos, muchos más de los que merecen ser mencionados. Hay tres personas de las que quiero hablarles. Clide, Rosa y Osvaldo.
   Clide es recientemente doctora en Filosofía. La conocí en Luna hace 8 años, cuando ella recién se mudaba a Parque Patricios y yo a este trabajo. Nuestra amistad empezó, después de que ella me preguntó qué estudiaba. Cuando le dije Letras el diálogo se fue tejiendo solo, independientemente de quiénes éramos, a través de lo que podíamos intercambiar, que era mucho más que diarios por dinero. Clide se jubiló hace unos años con la alegría de quien podrá aprovechar más tiempo para dedicar a todos los libros que la vorágine temporal va dejando de lado más allá de nuestra voluntad. Es de esas personas que no atienden el teléfono para no interrumpir una lectura. En ese momento hace años que venía investigando para su tesis doctoral: la historia de la codicia en relación con la Iglesia. Clide, por si no lo dije, es católica. Ella se define a sí misma como tomista. Fan de Aristóteles, digo yo, porque le encaja mejor en su dogma. Es muy chiquita y vital, flaca con muchas arrugas que elegantemente definen su rostro, de paso ligero. Cada vez que me ve, sonríe como si estuvieran regalándole algo y no por mí, porque ella es así con toda la gente que quiere y creo que cuento con ese honor. Clide, pese a ser hermosa, es, no declaradamente, una pequeña, conspicua gorila. Cada vez que escucha los parlamentos de Cristina, se pone de todos los colores. No hay nada que la enoje más. Clide lee La Nación. En una época la enganché por el lado de los fascículos de filosofía de Feinmann y empezó a comprar Página. En ese momento, el susodicho la convenció, le pareció didáctico. Pero todo tiempo pasado siempre fue mejor, ahora José Pablo se transformó para Clide en ilegible por sus alabanzas a la mandamás del momento. De todo lo que puedo decir de ella, lo mejor no tiene nada que ver ni con los libros, ni con la Filosofía, ni con el colosal trabajo que realizó para doctorarse. Hace un tiempo largo que, de vez en cuando, vamos a almorzar al Farolito, lugar dónde dejamos de hablar de lo que nos gusta y de vez en cuando hablamos un poco de lo que somos. Fue durante nuestro primer almuerzo cuando Clide amplió los básicos datos biográficos que yo tenía sobre ella. Yo ya sabía que era de Catamarca, de un pequeño pueblo llamado Tinogasta, donde ella trabajaba como maestra desde los 15 años, que había venido a Bs. As. siendo muy joven, que lo había hecho escapándose de un marido celoso que embebido de ira había incendiado cual un  Nerón psicodélico toda su vida: sus libros[16]. Yo había leído hasta ese capítulo. Pero lo que sigue no es menos sorprendente. Llegó y de inmediato buscó trabajo, vivió primero con una tía y empezó a estudiar en la UCA, becada, donde trabajó toda su vida, donde era la “cabecita” hasta que se dieron cuenta de la mente brillante que escondía “la cata” y se le empezaron a acercar. Una vez recibida, a poco de mudarse sola, tras pensiones y departamento con otras chicas del interior, recibe a una sobrina lejana con una carta en la que explicaba los motivos de la venida: su vientre secretamente lleno de vida. Todo muy lindo, hasta que nació la criatura y la madre murió en el parto. Los abuelos del niño no sabían nada. Clide tuvo que escribirles y mentirles una enfermedad mortal que mucho no le creyeron. El niño se quedó con ella. Lo adoptó como propio pero tuvo que desaparecer de los lugares que frecuentaba durante 9 meses, trabajo incluido, en el que pidió una licencia que le fue concedida. El niño que ahora tiene más de 50 años y es padre, sigue sin saber nada, como cuando dio su primer vagido.
  La historia de Rosa no es tan trágica. Es muy tranquila. Rosa viene todos los días con sus dos bolsas de los mandados. Viene por Luna de la panadería, esa que les quedó a los hijos de Luis. Me deja el pan y las facturas[17] que compró y me paga el diario Popular, todos los días, los miércoles con la revista Pronto. Cuando vuelve de las compras se lleva el pan y el diario. Dejó de comprar Crónica cuando echaron a uno de sus sobrinos de la redacción. Rosa vive sola en un PH en cuyos dos otros departamentos viven su hermana[18] con su marido en uno y un sobrino nieto con su familia, que tiene una casa de sanitarios de la cuadra del puesto, en el otro. Se ve que mucha bola no le dan. Antes salía mucho con los jubilados pero ahora ya no, dice que todos tienen miedo porque pasan muchas cosas. Se ve que Macri no le ganó la batalla a la inseguridad todavía. Rosa votó a la presidenta en las últimas elecciones porque... que porque les había dado muchos aumentos a los jubilados. Pero ahora está un poco desilusionada. Cuando Rosa llega al puesto, me deja sus bártulos y charlamos un rato, le pregunto de sus cosas, me habla de lo que escuchó en la tele, un día casi se enojó porque le hablé mal de Susana, sobre quien al menos ahora me reservo la opinión, no sé por qué, pero Rosa la quiere y vieron cómo son esas cosas, no tienen explicación. Hace las compras y cuando vuelve hablamos un ratito más, del barrio, del clima, de su familia, del pasado. Al principio no hablaba mucho. El mérito de nuestro intercambio de palabras es todo mío. No sé por qué, pero desde el principio intenté hablarle, quizá como desafío a su parquedad que ya quedó muy lejos para mí, quizá porque noté que era sólo el vestido con el que Rosa ornamentaba su soledad. Traspasado el umbral de su silencio, ahora cada día que precede a mis dos francos semanales me pregunta nos vemos mañana, y yo, no, mañana no vengo, pasado, Rosa. Rosa tiene 84 años que no aparenta. No tiene hijos. Su hermana tampoco[19]. Sí tuvo un marido al que va a visitar bastante seguido a la Chacarita. Hace 40 años que es viuda y todavía no pierde esa costumbre. Y eso que sólo estuvo casada 25 años. 
   Como para terminar, Osvaldo. Osvaldo, desde que lo conozco, nunca compró nada. Jubilado de la federal, lector asiduo de Crónica, Olé y Popular sin gastar mucho por las artes que ejerce y profesa, devoto del escolazo, siempre aparece a media mañana con un cigarro en la boca que nunca llega a sus manos. Osvaldo es, por decirlo de algún modo, el famoso y nunca bien ponderado manguero. De modo tal que todas sus lecturas le resultan gratuitas. Pero no le basta, a veces hasta me pide que le preste plata sin que se le modifique rasgo alguno de la cara. Últimamente, le cobro el favor con algunos mandados que él se ofrece a hacer, ir a cobrarle a alguien, sacarme la fotocopia de la devolución, etc. Ah, y gracias a él, toda mi familia se hizo la cédula sin hacer trámites ni colas interminables: su hija Lorena trabaja también en las oficinas de la federal, precisamente en el departamento de documentación, donde se ve que, según sus propias palabras, acuden con frecuencia todos los acreedores de favores de su padre.  
              
(V)

   Los clientes, más tarde o más temprano, suelen perdérsenos. Por razones económicas, para ajustar gastos. Por peleas, cuando la altanería del carácter del cliente supone que uno está obligado a soportar cualquier rasgadura o desgarro al respeto. Por mudanzas o viajes, de todo tipo, incluso los dirigidos al más allá, a veces se mueren. Entre los muertos hay varios ya. Uno los va guardando como a los personajes de los libros que lee, como si todo hubiese sido una mentira.  


Buenos Aires, diciembre de 2008





[1] Una de mis debilidades, confieso, tiene que ver con la mitología que creo en torno a los nombres de las cosas, cual si siempre estuviesen designándome un enigma, pronunciando un oráculo que a pesar de ser incapaz de descubrir hace que gire una y mil veces a su alrededor. En este caso, Caseros como aviso de nuestra idiosincrasia siempre tendiente a la implosión, como guerra perdida pero no tanto, como momento crucial y punto tangencial. Caseros como división, como lucha eterna entre unitarios y federales más allá de triunfos pasajeros, porque, a fin de cuentas, quién le ganó a quién, acaso la conversión del caudillo en farmer del exilio cambió el rumbo de nuestra historia. Caseros como diferencia, como línea divisoria entre la plebe y la aristocracia del barrio, entre profesionales y laburantes que ponen el lomo, entre lectores de Crónica o Popular y lectores de La Nación (los de Clarín están en todos lados, ganan por afano). Y no lo digo yo. Lo dicen ellos. Los que viven acá. 
[2] El criterio de importancia se me escapa, importante puede ser el resultado de un partido de fútbol, una guerra inminente, un atentado terrorista, la fuga en helicóptero de un presidente democrático después de haber declarado estado de sitio, el resultado electoral de una votación, la caída de la bolsa de cualquier país que tenga ganas de conflictuar al globo en su totalidad, etc.  No entiendo tampoco la jerarquía que los editores de diarios dan a estas noticias.
[3] Clarín, 6/11/2008, Solicitada firmada por ADEBA (Asociación de Editores de la ciudad de Bs. As.) a la que el único diario que no se sumó fue Crónica, pág. 40.
[4] Léase el sindicato respectivo: SIVENDIA.
[5] Léase, nuevamente, el sindicato, del que, de ningún modo, formo parte.
[6] La regulación de Puestos de Diarios y Revistas hace que todos los de una misma ciudad estén pintados de un mismo color. Verde en Buenos Aires, naranja en Mar del Plata, Azul en Quilmes, etc. 
[7] Parque Patricios, por si no lo dije, es una gerontocracia. De sus habitantes, sin exagerar, el 70% deben andar por arriba de las siete décadas. Además de eso, muchos aparentan una veintena menos de los años que tienen. Hay que sumarle a la fuente de la eterna juventud del barrio que la mayoría de esos habitantes de la tercera edad que semejan al menos la segunda trabajaron durante ella como empleados públicos.
[8] Ambos jubilados, profesora de Literatura ella, de Música él, solteros ultra católicos habitantes de una gran casa con una puerta cancel que me recuerda una de mis lecturas adolescentes. poseedores los dos de una conducta peculiar de convivencia simbiótica, suerte de dialéctica amo- esclavo. Ella escribe sólo poemas dedicados a su madre y el mundo todo le parece impuro. Él parece, en vez de hermano, súbdito de su temeraria hermana que, como docente, dramatizaba a cada uno de los personajes medievales acusadores del pecado y la impureza ajena. Ah, además vacacionan juntos, cada tanto se hacen un viajecito a Europa, principalmente a Italia y el Vaticano. Leen La nación
[9] Que lleva ese nombre cual su madre, su abuela y su bisabuela. Casadas todas ellas en Florencia. Pese a su nombre, la señora es bióloga y, paradójicamente, no ha podido seguir la tradición familiar de legarle su nombre a su prole porque según indicios de su propio discurso, la vida le ha impedido esa posibilidad.
[10] La tal es una psicoanalista que vive en París y viene cada tanto para horrorizarse de cómo vivimos los argentinos.
[11] Las ya citadas son la excepción a la fontana Juventus de Parque Patricios. A veces contra la mala vida no hay fontana que aguante.
[12] Leer lo que sigue sin pausas a lo Enrique Pinti.
[13] Federico es el hijo que echó
[14] Las dos viven en un PH.
[15] Él, el más fiel a Luna, trabaja haciendo el reparto desde que era un adolescente irredento. Ahora, a sus treinta y pico, ya es un padre de familia, no tan serio ni convencional, sí muy responsable. Su hijo mayor, Dieguito, con sólo diez años, ya es todo un businessman, muy ambicioso y ahorrativo, que hace negocios en la escuela con sus compañeritos y que tiene planeado empezar con el reparto lo antes posible, no para que su papá descanse sino para tener más dinero.   
[16] Hecho que le costó el rechazo de su familia y de todo el pueblo por muchísimos años.
[17] Rosa todas las mañanas desayuna un tazón gigante de leche con dos vigilantes.
[18] Que es una veintena más joven que Rosita. Para quien está destinado el 70% de las cosas que Rosa compra a diario, porque a María no le gusta salir. Además de eso Rosa cocina todos los días para su hermana y su cuñado, pero come sola en su departamento, excepto los domingos que tienen la gentileza de invitarla a almorzar.
[19] Estoy empezando a sospechar que quizá el precio de estar tan saludable a esas décadas sea no haber tenido hijos. 

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