Casas cuelgan de mi
pared: sobre la inoperancia de las cargas o el leve inventario de una memoria.
Yo adivino el parpadeo.
Le Pera
Entonces, recuerda
esto,
las viejas historias que jamás se cuenten
alrededor de un fuego,
alrededor de otro se contarán.
Y los recuerdos que un linaje ha perdido viven
en las casas de otro linaje.
Liliana Bodoc
Todos los demás son
bienvenidos al poema,
A exiliarse del
humano tiempo para ser parte del tiempo.
Cristian Avecillas
Cuelgan de la pared de mi
cuarto pequeñas casas. Y esas casas llevan como gesto una guerra ganada, una
empresa duradera, quizás el aliento abrasador de la justicia poética.
Es primavera en esta esquina
de San Telmo donde ahora descansamos y/o noscansamos mis cosas y
yo. Hubo primaveras, sí, en mi esquina de Boedo, en sus atardeceres sin nombre,
donde, desde un quinto piso, me dediqué a pensar sin palabras acompañada del
ocaso irremediablemente bello de ese balcón al que ya no vuelvo. Hubo
primaveras en cada rincón de trashumancia de estos años que van haciendo de a
poco un montículo de experiencia, tal vez una inexperiencia que suma la edad de
la muerte de Cristo llegando al último tramo de su carrera de meses.
Mis cosas y yo fueron
cambiando con el paso del tiempo. Tienen (siempre tuvieron) valor sólo para mí.
Trivialidad a la que arribo después de haber andado largo, a pie, a las
corridas o sobre las dos ruedas de mi desmotorizado súper vehículo. Lo mío
siempre fue la tracción a sangre.
Las cosas se perdían en las
mudanzas, han dicho muchos antes que yo. Las cosas dejan de ser cosas para
transformarse en nada, se vuelven eventualmente descuidos o pasan al reino del
olvido sin pena ni gloria. A veces ese olvido se deshace en la intermitencia
que una señal caprichosa e inexplicable trae al presente por un rato en el que
el pasmo nos hospeda paradójicamente.
Las cosas, como las palabras,
pasado un tiempo que es el tiempo de la apropiación, desaparecen. Se van , no
sin emular lo etéreo del lenguaje, desmaterializándose… pasan a ser
simplemente una idea, la idea de lo ido…
Ahora entiendo que mi última
mudanza hizo de ellas una síntesis, un resumen de la acumulación de años (las
más de las veces formada por piezas insustanciales de modo tal que lo que llega
a la casa resta, acapara o asfixia, quita espacio, y hace sentir, también, que
uno perdió dinero que es tiempo para poder tener lo que ya no se quiere,
o ya no sirve o ya no encuentra su lugar en el nuevo domicilio). Así, mi último
trasbordo es un referente que subraya sólo lo indispensable de una totalidad, y
esa totalidad se vuelve la fuerza centrípeta que sucede a la fuga de lo ya
innecesario, de la tenencia sin sustento. De modo que, después de ir
incrementando mi pequeño hatillo, después de una marea creciente del número de
bagatelas que lo alimentaban, las cosas de mi hogar de Boedo (venidas de mi
hogar de Parque Patricios, devenidas de mi hogar de Bernal, provenientes de mis
no hogares anteriores) partieron en distintas direcciones hacia nuevos destinos
quizá mucho más amables que la convivencia con mi persona. Recuerdo la senda de
hormiguita viajera y las instancias de cada posada oficiando de hogar
temporario: un contrasentido en sí mismo, las ironías del eterno debate entre
los cuerpos y sus nombres, la zanja omnipresente entre la física y la
metafísica. Recuerdo la ciclópea y en aumento preocupación de mudanza tras
mudanza que, de golpe, se deshace. Y no se desarma en la fe en el
asentamiento y los seguros de vida, no. Tampoco en la creencia de que, bueno,
ya está, es hora de sentar cabeza, de aquerenciarnos. Algo en mi biografía,
algo que viene de tan lejos como de antes de nacer, hizo inverosímiles no sólo
todos los hiperbólicos finales de historias con princesas y castillos sino
además los de una simple, modesta vida sin mucho tembladeral. El lugar del
idilio lo ocuparon desde siempre las desventuras: la serie Bomba
de la colección ‘Robin Hood’ que fue de mi padre antes de ser botín de guerra
entre mi hermano el segundo y yo; algunas, varias historias de niños huérfanos
buscando un hogar, y ahí entre ellas están las imágenes de Dorothy y Totó en la singular casa que viaja un Huracán, las correrías de Tom y Huckleberry, Annie
(mi primera lectura voraz, mi primera tarde entera boca abajo, boca arriba,
sentada de mil modos distintos sin despegar los ojos de mi edición roja de la
colección ‘Billiken’) buscando incansablemente a sus padres que no
va a encontrar o deshaciéndose de los padres apócrifos que intentaban embaucar al
don millonario que la había adoptado, Heidi y todas sus distancias en
forma de abuelo o de ciudad como nostalgia de la naturaleza, Bastian, tratando
sin fin de salvar fantasía, el lazarillo y sus formas de ingeniárselas para la
subsistencia; en mi adolescencia, Rebeca llevando la valija con los huesos de sus
padres hasta Macondo, chupándose el dedo hasta agrietarlo de humedad o de miedo, comiéndose la tierra para esconder la ansiedad o escapar del recuerdo, del no saber decir, del no poder contestar; y después, en la que fuera mi segunda infancia,
Amélie, entre la muerte de su madre y los fríos árticos de su padre que le
depararían como único destino inexorable la enfermedad. Así fue pergeñándose el
imaginario desventurero de mis años, en historias de ausencia y
exilio, en los contornos de la imposibilidad que trae sin quererlo la praxis de
la orfandad hecha muchas veces canto, poema. Esos mundos quedan perennes en el
hatillo de mis bienes. En la maleta de huellas obreras del recuerdo que tejen
constantes la memoria. Lo demás es prescindible. Un peso innecesario.
Esta crónica de mis desvelos
había comenzado con mi hoy-habitación en esta esquina del mundo, con las pequeñeces
que hasta aquí me acompañaron: algunos libros, unos pocos trapos que me vistan,
y unas imágenes, instantáneas de indicios que otros han dejado en mi
sangre, en el aire que respiro y sale de mí con sus nombres, en mis pasos
nuevos en los que ellos también viajan. Las casas en mi pared, la risa a color
o las muecas blanco y negro son paisajes en los que me detengo a volver, en los
que visito el tiempo que ya ido permanece, como cuando me siento a mirar mis
libros, ordenados caprichosamente en mi biblioteca y juego a evocar qué pasaba
cuando estaba leyendo Mme. Bovary o a quién le debo la poesía de Dorado, el amor por Pizarnik, los vacíos de Pessoa; puedo estar horas barajando el tiempo pasado, vivido con
las historias que me acompañaron, o jugar a que Karénina se encuentra un día con
Samsa que viene de haber visitado a Oliveira. De ese mismo modo imprudente y sin sentido, puedo estar siglos
observando las casas en mi pared, acarreando hasta el presente los pasos
previos al momento del flash, y encontrar cada vez un detalle nuevo, algo que
no había visto. Y entre mis casas hoy tengo ganas de volver a calcar escenas
que dichas por mí quizá suenen encriptadas, enfrascadas en mis antojos
escriturarios o en mi incapacidad de decir claramente. Quiero que mi voz se alce en el recuerdo de:
*una boca gigante que ríe
desde el papel de la fotografía hasta la eternidad del Nunca Jamás,
*un abrazo, un gesto cómplice entre el
fuego y la tierra llegando a un mismo destino después de una larga carrera que
dijo no a unas aventuras elegidas por otros donde ni la tierra ni el fuego
estaban demasiado cómodos,
*la verborragia de los
vientos que arrecian sonriéndole al mundo porque sí, porque a veces el silencio
no llega y entonces queda la ironía para salvarnos.
Y entre esas tres diminutas
reliquias visuales que juegan con otras a su alrededor para reunirse o
saludarse o mirarse de reojo como dos personajes de libros distintos que se
saludan, como los desconocidos que desde la primera mirada se saben amigos entrañables aunque jamás lleguen a decirse 'a', estoy yo, yo- otra, yo-ayer, yo- quién. Entre la verborragia que
aprende a callar, la tierra que disfruta salir a una ruta cualquiera con una excusa cualquiera, y la risa de estruendo que hace y hace y no se cansa
de hacer porque entiende que pensar por pensar no tiene demasiado sentido,
entre mis impares alas que el azar me regaló en otra esquina del país de las
maravillas, entre Paz, Irene y Venus o quienes sean esas mujeres-peces,
mujeres-rana, mujeres- rara avis, entre sus siluetas robadas a esa entelequia llamada pasado, puedo concluir que está bien
desprenderse e ir dejando el acopio para el que nos criaron, tal vez, sin notar
lo superficial de una enseñanza que rige millones y millones de vidas. Y es
bueno empezar a entender que los lastres sólo colaboran con la quietud del
atleta que piensa exclusivamente en correr, en andar, en irse, lejos. No hay
mucho que necesitar. Y digo necesitar acompañado de una negación y me sumerjo
en otros paisajes, otros colores, de viajeros sin raíces, pienso en un
contrasentido llamado Geo, Geo I, Geo II, Geo indefinido, irracional y trotamundo. Geo
punto o Geo universo. Todo termina siendo, absoluta y enteramente
ficción. Así leo. Así vivo. Todo menos unas casas que cuelgan hoy
ocasionalmente de esta pared y me muestran gestos de los que están y de otros
que se fueron erigiendo de modo irredimible en una historia sin fin que guardo
sin tiempo, sin espacio en el territorio de la memoria donde todo es. Unas
casas a las que también tendré que aprender a desaferrarme…
Crecer es conocer el
necesario despojo, soltar y correr ligeros por un parque sin relojes.
Tengo todo lo que perdí, guardo el misterio. Conmigo lo llevo, en mi cada
vez más pequeño bolso de viajera inabordable.
Epílogo
Y ahora, que termino de releer estas palabras
caigo en la cuenta de que cualquier parecido con el capítulo 5 de estas
crónicas es pura responsabilidad de la incoherencia.