sábado, 13 de agosto de 2016

apropiación 2

(PERLONGHERIANANTICADAVÉRICA)

Flor de porcelana

















Los sucesos de mi narración ocurren en esta ciudad de Buenos Aires en 199…El día de la muerte de mi abuela Amapola, entendí que vivimos engañados por algo que entre todos vamos tejiendo desde bien adentro en el seno de la familia. Como si mi familia fuera una gran mamífera queriendo amamantarnos una vez que ya tenemos dientes y muelas y unas capacidades motrices desarrolladas a la perfección para salir corriendo a cazar nosotros solitos en cualquier documental de Nacional Geographic. Un útero enorme que no se cansa de parir fundamentalmente preceptivas y comportamientos esperables. Entendí también que no somos los únicos. Todas las familias actúan del mismo modo: metiendo el polvo debajo de la alfombra, limpiando por donde ve la suegra, colgando los trapitos a la sombra por si a algún vecino curioso se le diera por adivinar. Toda una vida de escenas que hay que ensayar mientras nadie nos ve. Pero Amapola esquivó desde chiquita las formas: uno de los cuentos reza que en su más tierna infancia, a eso de los 3 añitos, no pudo ni intentó contener sus pudores gástricos en una cena en la que su padre trataba de ganar un ascenso, cena en la que además, jugando, mordió a la esposa del jefe de su padre en la mano y le dejó un sello que tardó semanas en irse; muy chica también, le dijo a su madre, a sus hermanos, a sus primos y al almacenero que realmente le gustaba mucho hacer lo segundo, tanto que esa actividad era su momento favorito del día y que  lo que más le gustaba era mirar sus proezas materiales y analizar cuán variadas eran de un día a otro, todo, dicho, por supuesto, con el vocabulario y la madurez de una niña de hace un siglo; en primer grado invitó a tres compañeritas de su grado a jugar a desvestirse como hacían sus padres por las noches. Toda una vida de desorientada ubicación no iba a detenerse en el momento de la muerte a la que Amapola con un lenguaje corporal exacto, desde algún espacio muy escondido de su víscera, dijo rotundamente ‘no’. Al principio nadie se había dado cuenta, yo había estado observando con interés el fenómeno durante largos minutos, tal vez por horas. Mientras la miraba recordaba uno por uno los desencuentros de mi abuela y su circunstancia en lugares públicos y privados. Los ojos de extraños no eran suficientes para detenerle los impulsos. Algo me hacía suponer que con el tiempo fue eligiendo y prefiriendo expresar su singularidad ante desconocidos, nuestros gestos de sorpresa tal vez ya la aburrían. Cuando caí en la cuenta del portento mortuorio no pude evitar una carcajada. Miré y miré pensando que mi cabeza estaba aturdida por la pérdida o por alguna de mis tendencias psicosomáticas. Pero no, tan cierto como que yo estaba ahí en la casa funeraria para despedir a mi abuela era que de su cuerpo, más exactamente de su ombligo, brotaban especies vegetales de todo tipo: hojas pequeñas y grandes, corrugadas y suavecitas, lanceoladas, romboidales, alargaditas y flacuchas, espinosas, verde amarillentas, verde rojizas, oscuras, elípticas, con forma de palmitas con muchos, pocos o ningún dedo, hojas con forma de nariz, hojas duras como pequeños tronquitos, hojas del tamaño de una cabeza de adulto y hojas como el dedo de un nene de jardín. Todo era, de a poco y de golpe, vegetal en exceso sobre el cuerpo de Amapola, las costuras del vestido blanco que ella misma había elegido para el momento de su adiós empezaron a rasgarse ante el avance del bosque variopinto y prolífico. De su ombligo pasaron en cuestión de segundos a ocuparlo todo. Y de ocupar el cajón, pasaron a avanzar hacia los que andaban por acá y por allá conversando, en silencio, por compromiso o ajenos, sentidos e indiferentes. A todos empezó a atraparnos esa enredadera de cuento fantástico como inventada por un inconstante. A algunos nos abrazaba con suavidad, a otros los apretaba un poquito, al pibe que le traía los pedidos del almacén le pellizcó el cachete y al hijo de don Osvaldo, su vecino, le tocó la cola un grupete de pícaras hojas multicolores. Algunos gritaban, otros, como yo, se reían, mi vieja lloraba desesperada pensando vaya uno a saber qué. La cosa es que Amapola se salió con la suya, y acá la tengo, trasplantada al jardincito del PH que alquilo hace un par de años: fui la única que reclamó su compañía una vez desaparecido el cuerpo humano que la acompañó durante sus casi cien. En mi familia el miedo ocupa siempre los lugares equivocados. Gracias a eso, Amapola me acompaña desde el episodio irrecordable de mi parentela hasta hoy, de mudanza en mudanza, llueva, truene o haya sol. Le gusta acompañarme e ir cambiando de aire cada tanto.

amapolas











No hay comentarios:

Publicar un comentario