martes, 10 de abril de 2012

queja número 5

10 de abril

Queja sobre lo que los nombres no traen: sobre la ausencia o el exceso de lo nombrado

I Manos que tejen olvidos

En los orígenes de un costado de mi historia está Julia.
Julia tejedora, Julia obrera, Julia madre y abuela, Julia más tarde rodeada de bisnietos, Julia chinchuda, a veces malhablada, Julia cocinando para un batallón, o dos, porque a sus dos hijos se les dio por darle cuatro nietos. Julia cosiendo las prendas de nuestros primeros días de la infancia, de lo que siguió. Julia tanto, cuidándonos del frío con abrigos a rayas, bufandas simpaticonas y gorras al crochet. Julia en la feria cada martes, donde encuentra las bagatelas más exquisitas de la historia del barrio, donde camina a paso lento y con los mil ojos de Argos para encontrar ese oropel que la adecuación del ánimo mercader  va a sortear entre sus nietos. Julia ternura. Julia rumiante de gestas de silencio. Julia meciendo la tarde al son de los tejidos y los paños  que en sus manos entraman historias de color para nosotros, Julia que, a medida que nos teje un mundo de fantasía, hila y cose sus pesares, se detiene en el blanquinegro destino de sus días sin medio por qué, sin preguntas en voz alta para lo que no entiende. Y, cuando termina sus tareas, Julia arruga los pliegues de papeles de nombres que la llaman de otro tiempo, de otro mundo. Julia inventa o recrea lo que no es, Julia hace como si, y  el olvido se lo lleva todo, o, al menos, construye imágenes de vendavales que arrasan incesantemente con ese retazo de género en el que se configuró su presente, un presente largo, estirado, repitiéndose: la mitad de una vida. Así,  Julia como si nada todo el tiempo. Julia desmemoriada, escondiéndole la pena a la memoria, guardándose entre manos los secretos escondidos en ovillos y lienzos con que nos vistió desde el primer grito, Julia agazapada en las recetas infalibles que alimentaron nuestras carreras de pequeños gigantes de buen comer. Porque si hay una virtud en esta mujer son los quehaceres culinarios de dónde seguro proviene nuestro buen diente. 
Julia así siempre, atareada en sus mil manos para otros, salvo, que en un rapto impulsivo y descuidado uno, como sin darse cuenta, pregunte y ella, Julia río de rocas, reciba en lo hondo y lejano de su mirada la brisa húmeda que no sabe esconder la tímida lluvia que se aproxima y no sabe empezar.     

II Cae la tarde en las manos de Julia

Julia escribe, en una hoja cualquiera y anárquica como las coordenadas en las que se encuentra, donde sea y desde siempre, escribe. Siempre es un presente eterno: el suyo. No importa mucho sobre qué estilo de pliegues, el papel puede ser cualquiera: de alfajor, harina,  una servilleta, el margen de algún diario, una revista que el tiempo transforma de lectura o espectáculo en azares diversos. Y entonces ese obsceno retazo de cuerpos o mansiones al que la clase media se dedica como pasatiempo con ahínco y ganas de se transforma en los azares de mi abuela tejedora, mi abuela hilandera, y los colores pasan a ser el paisaje de su canto silente. Lo mismo ocurre con el blanquinegro sensacionalismo de Crónica. Quizá Julia se reserve esos retazos de restos de diario para las tragedias que ella anima en el cóctel del pasado y sus invenciones.
 Julia escribe. Por  las tardes, porque sí, cuando espera que el sol y el día caigan. Hay una mecedora en el living de su casa que quisiera acunarla de tanto espacio vacío. Hay también una soledad plagada de imágenes de nietos por acá y por allá. A Julia, por la tarde, la acompañan las voces de la radio o la televisión y esos mates largos que se hacen cortos los sábados por la mañana cuando vamos a visitarla.
 Julia escribe nombres que tienen en su pensamiento gestos, muecas, sonrisas, lunares, hoyuelos, imperfecciones, movimientos, detalles. Julia escribe y en lo que escribe hay un exceso o una falta: Nombres con profundidades imposibles de nombrar en el nombre que las evoca. Julia escribe en sepia sin pausa, parsimónica y sin prisa: su árbol genealógico se desliza por los papeles que le sobran a la casa o al mundo, la botánica de sus raíces y sus vástagos recorre escenas de esa vida que es una y otra, distante pero suya pese a los asaltos del tiempo y sus secuaces. Y sus historias transforman el papel en el que escribe y todo es un pergamino antiguo y amarillento que no vamos a poder descifrar, azafrán de palabras que se guardan bajo llave, una llave que Julia se tragó hace años, años que suman décadas que vuelan al viento como ese polvo que uno ve en los rayos del sol, inasible, siempre en movimiento perenne, ínfimo.
La abuela Julia enumera nombres propios, apellidos, apodos, cataloga las ramas del antes y el después y dice cuando calla (porque Julia por lo general dice en silencio, su voz se alza sólo para formalidades, cortesía o, muy de vez en cuando, en sentencias que se marcan a fuego en la conducta humana del que las escucha[i]). Y su decir escribe Juan, Pepa, Rosa, Anita, Antonio para hilvanar las ocho letras de la palabra hermanos y en ese acto de traerlos al presente el nombre nos escatima los detalles que no pronuncia en alto; su mano muda balbucea en tinta Cristina para no decir ‘santa’ o ‘madre’, que para ella vienen a ser sinónimos idénticos, gemelos; o refunfuña Cataldo para construir una torre alta y aislada que sólo ostenta la hostilidad de las distancias, un padre equivocado, impiadoso, perdido en algún vicio devenido quizá de alguna ausencia, un viudo joven con sus hijos a cuestas.  Escribe sobre papeles no tan  blancos que encuentra por ahí, sobre el papel que envolvió los menesteres del hogar que vinieron del almacén de la esquina o de la feria de los martes; sobre papeles de color que envejecen en revistas del corazón que Julia lee para no ver unas sombras que recorren los ambientes de su casa cuando ni los nietos ni los hijos están de visita y sólo sus fotografías la acompañan en risas de papel, cuando el trabajo se toma su descanso y es ocio de palabras que se cruzan imaginando finales. Las historias de Julia no necesitan demasiadas palabras, los nombres propios pueden hacer de su tiempo cuentos que deforma, estira, aplasta, controla y expande o extirpa, el alimento que Julia rumia en el crimen que cometen sus manos cada tarde, en un crimen que le perdonamos porque somos parte de su botánica, tenemos de ella demasiado, y en su bestiario vegetal hay castigos que exceden nuestra comprensión, que vienen quizá de eras tan lejanas como inexistentes. Julia emplea su tiempo en escribir novelas que sólo ella entiende, que están cifradas en esos papeles de nadie, que algún día, con algo de suerte, alguien podrá desmadejar para compartir con otros, porque el crimen de Julia no es volcar los nombres, revivirlos, sino guardar en su lenguaje de listas las palabras que nos esconde, palabras que no conjugan ningún ‘hubiese’ porque recrean las cosas en el mismo sentido de los deseos, esos deseos que quizá no fueron pero que en algún costado de Julia van apilando los ladrillos de su historia paralela. El pequeño acto de las tardes de Julia no sabe que el viejo Cataldo no quiso que ella terminase la escuela pese al afán de las maestras de su hija por convencerlo, ni que Julia va a seguir repitiendo hasta el cansancio, hasta hoy, lo mucho que le hubiese gustado estudiar, que ella era buena, que tenía pasta, pero que en aquella época las cosas no eran fáciles en una familia humilde y menos siendo mujer. Su caligrafía de la tarde tampoco va a registrar el día en que dejó a su marido y se fue con sus hijos a otros pagos, de prestado primero, hasta que pudo alquilar algo con el modesto salario que le reportaban sus incontables horas de trabajo. Menos va a detenerse en los motivos de ese abandono forzado, que se vio obligada a decidir, cuya versión de los hechos se origina en las malas costumbres del don con quien había contraído un matrimonio hasta que la muerte los separe. No, las historias de Julia no caen en esos lugares para débiles, no los necesitan, para qué si sus dos hijos son un orgullo incesante, dos ejemplos de esfuerzo, trabajo, logros y dedicación, un padre y una madre que no hacen sino lo que corresponde con la corrección y la buena letra de dos mejores alumnos que se llevan el mundo a cuestas a pesar de la adversidad que les deparó el destino y su juego de azar. Para qué lamentarse, si en los nietos se puede subrayar exclusivamente un horizonte que se abraza, si en esa tierra del Nunca Jamás en la que los coloca no hay dolor, fracaso ni disconformidad.  Todo es color de rosa, y si no, lo pintamos. Y ya...
(Imposible descifrar el significado de esas letanías de nombres y apellidos, los mismos dos, tres, cuatro nombres que hoy hacen un cuento breve y fantástico, mañana quizás escriban una tragedia griega, que de algún modo va a tocar de lejos a la familia,  o una pieza del teatro del absurdo, siempre de otros. Así de sueltos andan los puentes entre nombre y nombre que sólo la criptógrafa que los crea los entiende, son el lenguaje de una sola persona, ergo, incomunicable, sospechoso.)
 Julia se entretiene con eso, sostiene el tiempo de los años en esas palabras que escribe para no dejar ir el pasado y encapsularlo de a ratos en el azar de esos papeles que van y vienen por la casa sin saber muy bien ni desde ni hacia dónde. Y así como encierra el pasado juega también a imbricarlo al suelo de la casa que pasea con esos patines de fieltro que tanto nos gustan, que tanto nos gustaban. El suelo de ese fieltro es instantáneo como el presente, brilla,  y no  nota la senda de unos ojos que caminan lento, como una hormiga que viaja laboriosa los lastres avaros de sus días, y en la casa hay sombra, una sombra amplia y constante, tenaz, que ni la risa de los nietos deja ir. Hay un aroma, un olor propio de esas historias que se callan en las letras de los nombres. Hay algo de resto en esa caligrafía perfecta y dedicada con la que Julia ensombrece el silencio para atarlo al papel, hay algo de brote mutilado en ese árbol que oscila entre lo ancestral y lo promisorio de la sangre, porque, a veces, muchas, Julia también escribe Leonardo David, Claudia Analía, Viviana Lorena, Carlos Roberto, Juan Pablo, Diego Gabriel, Damián Martín, Gabriel Federico, al lado de Juan José y Carmen Alicia, los prolíficos y cuatriplicados por igual hijos de Julia, a la perfección le gustan las simetrías, no sea cosa que el piso encerado se empiece a marcar con los pasos equivocados.
Los nombres van a arreciar como una marea cruenta cuando llegue la apócrifa alegría de la jubilación primero, y el fin obligado del trabajo que siguió haciendo, más tarde cuando el cuerpo y los tropezones le digan basta a las ganas de seguir.
Y más tarde, cuando ya haya bisnietos, Julia no va a saber, no se va a acordar, no va a poder escribir Haizea, Heico, Ione ni Yume, los nombres vascos que Viviana Lorena eligió para su prole, y sí va a saber escribir León Ernesto cuando nazca su anteúltimo bisnieto, hijo de Juan Pablo, pero ya no va a tener ganas ni de escribir ni de muchas otras cosas, ni hablar de cuando nazca Luci, la hija de Dami, tan chiquita ella, con gramos apenas, seismesina, destinada a unos días que harán meses que van a parecer años, siglos luz para sus padres que van a esperar el abrazo que fue imposible a la hora de nacer porque la fragilidad de la vida a veces nos invita a estar lejos, porque la ciencia hace cosas raras y Luci va a nacer diminuta pero, el tiempo va a agregar más tarde, también fuerte. Cuando Luci nazca Julia ni siquiera va a vivir en esa casa que fue suya todas las edades de su sol desde que la puerta de su felicidad se cerró a su biografía que empezó a tejer la de otros. Si vivir sola y tranquila fue una elección después de e implicó la necesidad de negar varias veces otras opciones, hoy es un imposible y la independencia de toda una vida pierde su prefijo porque el cuerpo delata sus posibilidades y caer es fácil y no poder levantarse un encierro inevitable. 

III Anochece en tus manos de alba
un viento débil
lleno de rostros doblados
que recorto en forma de objetos que amar
Alejandra Pizarnik
 
Julia tiene 82 años y anda cansada. Cansada de tanto. Y tanto no es identificable con una lista que pueda ser pronunciada. Como esos gestos que nadan la marea de los nombres que Julia escribe, esos mismos nombres que callan todo lo que tienen para decir, esos que no saben explicar la carrera del tiempo en la frente de un hijo, la panza de una nieta invadida por las enredaderas de la dicha, la lágrima de una hija que pierde a la suya en el exilio y comienza a reconstruirla a lo lejos en la añoranza, la locura de unos nietos perdidos en el limbo del que se cayeron al fugarse de espanto el orden y dios, la voz arrugada de trasnoches del nieto desquicio, el nieto caos, la pena del nieto abandonado por su primera novia, el sí de uno de los menores frente al altar en el que se confirman los votos de una promesa en la que cree tan fuerte que es imposible que resulte de otro modo, la dicha del primer poema de la nieta soledad, nieta miedo.
Y sin palabras en voz alta, sólo con nombres, ya sin letras, Julia se mece y sigue tejiendo esos entremeses de azar que son las vidas de los suyos, como en un rito pagano Julia los nombra en oraciones cortas para darles vida, para reforzar la sangre y acercarlos, Julia colecciona en algún cofre inmaterial esos ecos de palabras que enmarcaban los márgenes de las noticias que a nadie le importan, y Julia, sin haber vivido esos vericuetos, en su inmensa sospechosa soledad que empieza allá lejos y en la juventud de un divorcio transgresor (inconcebible)para la época, Julia, sin ser sus hijos, sin ser sus nietos, ni los primeros pasos de los hijos de los nietos, es un poco todos ellos, porque sigue devorando sus nombres como a personajes de ficción que alimentan sólo a lectores voraces, porque lo que no es a veces se alcanza en la lectura, en su demora y porque siempre se puede elucubrar el orgullo en los logros ajenos, cuando en lo ajeno hay algo que nos explica y contiene, aunque a veces el logro, el nuestro que otros comparten, sea salir del fracaso y en los trabajos de una rueca incansable empezar otra vez.


[i] Mi prima y yo podemos dar fe de eso que quizá pueda pasar de ser una leitmotif que oscila entre la virtud y la condena. Entonces tener palabra puede transformarse en los clavos de la cruz del que pronuncia, o lo bueno y loable de ganarse las cosas que uno tiene en una atadura al compromiso ciego con la autosuficiencia.