domingo, 3 de julio de 2016

epístola 1

Carta a Jen



la ansiedad le hacía apetecer una existencia
en la cual el mañana no fuera la continuación de hoy
con su medida de tiempo,
sino algo distinto y siempre inesperado
como en los desenvolvimientos de las películas norteamericanas,
donde el pordiosero de ayer es el jefe de una sociedad secreta de hoy,
y la dactilógrafa aventurera una multimillonaria de incógnito.
Roberto Arlt, Los siete locos




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Querida Jen.
                       Quisiese adquirir como posible la idea de abandonarte. Pero no. Una y otra vez te me aparecés por aquí y por allá como esos símbolos inagotables que caracterizan a la Iglesia o al psicoanálisis. Y, de golpe, tras una racha de tiempos austeros y simples, volvés, como la marea, impredecible y constante. Y entonces, como el primer crujir del cascarón, comenzás a deshacer esa suerte de caparazón que me protegía del mundo cuando me olvidaba de vos y todos los como vos.
                         No sé por qué, en mi imaginario, unas veces te rescato como a la cruz que un día te cobija y otro te olvida, como a los cielos que pueden brillar o atormentarse. Otras, te me transformás y me te transformo en un sentido del deber adulterado que termina cayendo en las tierras poco fecundas de la culpa o el auto-reproche.  
                       La cosa es que siempre estás ahí. Con tu máscara de soldadora en alguna fábrica de los suburbios de Pittsburgh de día. Con tu poca ropa en un cabaret de la misma ciudad por la noche. Fuego y nieve diría Ricky Martin.  De noche y de día. Y te levantás temprano, madrugás, Jen, y agarrás tu bici que bajás por el ascensor que en este caso es un descensor y pedaleando llegás a esa guarida de la industria del acero. Puedo imaginarte en el barrio de Lugano siendo la misma chica con los mismos ojos, viendo el alba cuando la ciudad se despide de la noche y casi todos duermen, menos vos. Y entonces me acuerdo de que no sos Jen, sino Alex Owen, la protagonista de la película y no la actriz, pero, lo mismo da, dado que no hiciste nada más en tu vida, porque nada más puede hacerse después de haberlo hecho todo. Quién quisiese verte en otras escenas, Jen.  Quién soportaría tu imagen a leguas de la historia de Alex. La respuesta es unívoca. Y ahí te eternizamos y vos te quedás por los siglos de los siglos firme en ese monoambiente donde tu perro y vos son el universo y donde tu cuerpo se rebela cuando comienza la música y la casa, tu covacha de obrera que tiene que ganarse el mango, es un escenario donde las plantas de tus pies hacen magia y el movimiento es fuerza y furia y una de esas impotencias que se acaudalan para transformarse en algo así como una lámpara de Aladino, un objeto capaz de concederte un deseo que podría ser realización o fracaso de ideas.   
                         Y cada tanto me pregunto por el porqué de tanta injusticia. Creo que estarías de mi lado en esto, que entenderías por qué me molesta tanto que todos recuerden imágenes como ésta:

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donde estás rindiendo el examen que es la prueba del éxito. Tu talento depende de lo que juzguen esos señores por ahí detrás, tu vida y tus ganas penden de esos santos pedros que te alojarán en el cielo o en alguno de los infiernos de este mundo. Sí, nos gusta ser juzgados, nos gusta sacarnos un diez y ser los mejores en cualquier cosa que hagamos. Porque nadie nos enseñó otra cosa en estas escuelitas que todavía tenemos, que atesoramos y bastardeamos en nuestra pulcra relación con los vicios y las virtudes. Jen, no tolero que te reduzcan a ese momento perfecto en que te olvidás de ellos y bailás. No. Porque saliste contenta de ahí y entonces Hollywood o alguno de sus secuaces más ejemplares nos indica que sí, que triunfaste, que la putita de la obra que vive sola y lleva una vida licenciosa bailando casi en bolas por las noches puede ganarse el corazón de su jefecito y además dedicarse a un futuro donde ni la fábrica ni su obra sean necesarias, porque en el mundo del éxito no hay necesidades sino lujos. Y vos, nos dice la imagen final de la película, estás en ese umbral, en el que se abandonan los mundos cenicientos y se entra a  ese mundo tan confortable de lo vip y de lo all inclusive, porque te lo merecés, Jen, porque sos una apasionada del movimiento y en esta sociedad las pasiones compañeras del esfuerzo y el sacrificio vencen. Por eso me enoja que te dejen ahí, en ese idilio sacrosanto. Hasta aceptaría una segunda parte viéndote hecha una perdedora que baila de locura en el manicomio, mirá lo que te digo. Entonces me quedo con esa otra imagen de tus botas embarradas en medio de los cancanes de las niñas con rodete, tan impolutas ellas, tan clásicas, y te veo ahí, dudando de vos y de lo que estás por hacer, porque, sabés, ese mundo no es el tuyo, sino el de los que vienen de otros lados tan lejanos que en la cabeza se te figuran imaginarios. Elijo tus botas, Jen, porque en el reino de este mundo van a resultarnos más útiles que las zapatillas de punta y el cancán.    

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